Mi primer contacto con la literatura de James Joyce no fue con esta obra magna de la literatura universal, Ulises, novela que para muchos críticos especializados es la mejor del siglo XX.
Mi primera aproximación fue con Dubliners (Dublineses) que me fue regalado en 1992 en Edimburgo, cuando estaba estudiando inglés en pleno verano de las olimpiadas barcelonesas. Mi nivel del idioma en aquel momento era casi nulo y desentrañar la complejidad texturizada de su prosa me resultó muy difícil. Años después y con muchas horas de estudio y de práctica del idioma me hizo retomar aquel volumen editado por DOVER PUBLICATIONS INC y disfrutar mucho más de los quince relatos que retrataban a la clase media irlandesa sometida al imperio británico y la iglesia católica y su parálisis cultural.
Pero aunque el motivo de este post es el centenario de la
publicación de Ulises, quiero ampliar el foco al reconocimiento de que muchas
de las obras que se consideran maestras desde un punto de vista artístico
pueden parecernos enormes y soporíferos tostones y ello no nos hace más
ignorantes.
El Ulises (James Joyce), que nunca he podido pasar de la página 50. La extensa 2666 de Roberto Bolaño (cronicada en este mismo blog)
y calificada como la mejor novela en español de los últimos 25 años, Las Palmeras Salvajes (William Faulkner),
con párrafos
de veinte líneas sin un solo punto o fragmentos de 255 palabras en los que aparecen
17 gerundios (los conté a propósito…) son algunos ejemplos de obras que para
los más auténticos pueden considerarse como fantásticas obras de arte literario
aunque para el común de los lectores resulten infumables.
Esto mismo podemos aplicarlo a otros ámbitos artísticos como
la pintura. ¿A quién no le parece una aberración ejemplos como Las
señoritas de Avignon, de Picasso? ¿Seguro que nadie opina que La Mona
Lisa es un cuadro aburridísimo? ¿O que cualquiera de Jason Pollock o
Mark Rotkho los podría hacer cualquiera en el colegio?
Los siete samuráis o Ciudadano Kane,
o incluso El Padrino, pueden parecer adormecedores acompañamientos
de siestas para muchos espectadores, cuando para otros son la cumbre del cine
mundial.
También hay muchísima gente que no soporta escuchar la
música clásica, música para el alma que algunos llegan a calificar como la que
nos acerca a Dios.
Y si lo aplicamos al mundo de la escultura la cosa es mucho
más clara. O sea, podemos entender que el David de Miguel Ángel
es una obra maestra pero seguramente opinaremos que el Peine del viento,
de Chillida, son cuatro hierros mal puestos en unas rocas aunque posean la
misma magnificencia artística.
Por eso me divierte mucho cuando alguien quiere tirarse el
moco y hacerse el interesante. En especial, todos aquellos que dicen haber
leído el Quijote en su totalidad. O los que teorizan y critican toda actividad
artística que triunfa comercialmente y que, por ello, por llegar a miles de
personas de forma sencilla y directa, parecen perder la autenticidad y la
maestría para ellos.
No estoy de acuerdo. Justamente el hecho de triunfar, de ser
objeto de deseo, de disfrute de cientos de miles de personas de una película,
una canción, un cuadro o un libro lo transportan a otra categoría, la del arte
humano que triunfa entre los humanos, entre los mortales, los que son como yo,
los de a pie del día a día que cuando dejan la novela que están leyendo para
hacer la cena la olvidan hasta el día siguiente y después se enganchan con una
serie de televisión o escuchan una canción pop para dormir.
NO hay que tener vergüenza ni prejuicios. Se puede decir
alto y claro y yo lo hago. NO he leído el Quijote; NO me gusta El Padrino; NO
soporto a los Beatles; NO me gustan nada los cuadros de Picasso ni las obras
fantasma de Banksy, ni el impresionismo. No he visto ningún capítulo de Juego
de Tronos…, bueno, tengo que confesar sobre la confesión que he claudicado y ya
me he visto la primera temporada.
¡Qué le vamos a hacer, nadie es perfecto!
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