Es como normalmente se sentía Arturo en todos los escenarios por los que transcurría su vida cotidiana. Ni se identificaba con los compañeros de su clase, a menudo superficiales y sin ningún interés por el estudio o la formación intelectual, ni con los colegas de su pandilla, que escuchaban a menudo música anodina, comercial y fotocopiada, vivían por y para las redes sociales y no les interesaba ni la charla ni mucho menos el debate de palabra presencial.
Con sus primos encontraba
un vacío comunicativo: ni le gustaba el fútbol, como a Carmelo, de su misma
quinta, ni las carreras de coches ni motos, “deporte” que los hijos de su tía
Joaquina veían domingo tras domingo en las reuniones familiares. Cuando
planeaban ir al cine le horrorizaba la elección de la película que todos
querían ver y si en alguna ocasión, de forma tímida pero más decidida, se venía
arriba y proponía una él se le carcajeaban en la cara y terminaban su chanza
con el comentario típico de “ya está Arturo con sus arturadas”.
Jamás se le había pasado
por la cabeza comentar con nadie de su entorno que escribía poesía y relatos
cortos. ¿Qué pensarían? Lo hacía en secreto y nunca habían visto la luz. No
podía permitírselo porque su vida circulaba por un límite ya muy límite, el de
la separación entre lo que los demás consideraban el frikismo más absoluto y la
total normalidad que era para el propio Arturo.
Cuando llegó a la
universidad su esperanza de encontrar a gente con la que conectar aumentó. Se
dijo que la diversidad nutriría las aulas de estudios superiores y podría
encontrar alguna persona afín a él.
Sin embargo, la decepción
fue todavía mayor. La escuela de ingenieros superiores estaba plagada de
jóvenes de buenas familias que pretendían suplir sus carencias intelectuales y
morales con sobreactuaciones y exceso de dinero. Eso a Arturo le espantaba. A
ninguno le interesaba la política, ni la conciencia social o de clase. Mucho
menos parecía entusiasmarles nada que tuviera relación con el compromiso o la
dedicación a los demás. Solo encontró egoísmo, egocentrismo y materialismo a
partes iguales.
Cada día se sentía más y
más como un pulpo perdido en un garaje. Sin poder compartir de verdad con
alguien su forma de entender la vida, sus criterios y sus argumentaciones.
Pero un buen día, mientras
esperaba unas fotocopias del temario de una asignatura y maldiciéndose por lo
retrógrada que le parecía la reprografía en pleno 2022, se puso a leer el libro
que siempre le acompañaba y allí, en aquella espera, mientras leía, la
encontró. Fue tan solo una frase. Unas pocas palabras las que aquella chica, la
empleada del servicio de reprografía de la Universidad, le dijo cuando le
entregó las copias:
—Cuanto menos se lee, más
daño hace lo que se lee.
¿Era posible que le
acababa de citar a Unamuno? ¿Allí, en aquel escenario anodino como era una
fotocopiadora? ¿O le estaba gastando una broma?
Le pareció que no porque la
chica siguió con lo que estaba haciendo y le indicó que tenía que pagarle
catorce euros con veinticinco mientras lo miraba a los ojos con una sonrisa.
Arturo decidió que valía
la pena intentarlo y pensó que necesitaba una contestación a la altura, para lo
que recurrió, como en otras ocasiones, a Sócrates, y le contestó:
—Habla para que yo pueda
conocerte.
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