“Joven dona 15000 euros que había robado años antes y deja una nota que explica por qué lo hace”.
Cuando Emmanuel leyó la
noticia en la avanzadilla de titulares, muchas veces falsos o exagerados, de la
pantalla izquierda de su móvil, se quedó absorto. Su estado de parálisis total
lo transportó muchos años atrás, a su juventud, a un período en el que la vida,
vivida como en su presente parecía una entelequia inalcanzable.
Su pasado, su agonía, su
otro yo. Antes de llegar al primer mundo. Antes de convertirse en un negro
blanco. Antes de obligarse a renunciar a sus raíces y a sus ancestros. Incluso
a su Dios.
Todos ellos le
abandonaron y lo escupieron a la más absoluta indigencia cuando el grupo de
rebeldes insurgentes que luchaba contra el dictador de su país atacó su aldea y
acabó con la vida de la mayor parte del poblado. Él se salvó porque había ido a
recoger agua a un pozo para el uso doméstico, y para ello debía caminar casi cinco
kilómetros cada mañana.
Cuando regresó de su caminata
cargado con las garrafas, el ataque había arrollado por completo con todo y se
vio obligado a huir. Primero deambuló varios días sin rumbo, durmiendo y
comiendo lo que podía hasta que la necesidad le obligó a dirigirse a otro
pueblo donde pudo hurtar pequeños bocados de comida y fruta para no morir de
inanición.
Y así sobrevivió varios
años, mendigando y hurtando, sin recibir la ayuda de nadie, marcado como un
paria sin poblado ni familia hasta que un monje dominico lo encontró cerca de
la misión y le invitó a quedarse con ellos donde encontró, al fin, la paz y un
hogar adolescente.
Todo aquel calvario
permanecía dentro de un cofre en su memoria, atado con muchas cerraduras que se
había prometido no abrir jamás.
Pero al leer la noticia
de la donación de aquel joven a ALMAS UNIDAS, la ONG que él mismo había creado en
Algeciras hacía ya una década, un escalofrío recorrió su cuerpo. Llamó de
inmediato al coordinador financiero de la ONG y le preguntó si la noticia que
acababa de leer era cierta. Cuando le confirmó que así era, se dirigió al
despacho para ver la nota de la donación con sus propios ojos.
“Espero que podáis
hacer buen uso de este dinero. Solo quiero ayudar. Cuando cometí el robo, no
tuve elección, pero ahora que sí la tengo, elijo devolverlo para una buena
causa. Gracias por vuestra labor”.
… eran las palabras
escritas con una caligrafía de redondilla que le recordó a sus clases de lengua
española que le enseñó el padre Martínez, el único que lo hablaba dentro de la
colonia francesa.
Su coordinador le abrazó
y le preguntó por el motivo de su llanto que no pudo ocultar.
—No es nada. Un cofre se
ha abierto sin yo haberlo permitido.
—¿Un cofre? ¿Qué quieres
decir?
—Es una larga historia.
Ya sabes que yo nací en Liberia, ¿no?
—Sí, claro – respondió
casi preguntando.
—Pues allí es donde cerré
ese cofre para siempre jamás. El cofre de mis confesiones, de las cosas que
tuve que hacer para poder llegar aquí. De los robos que fui haciendo poco a
poco a los que me habían cuidado, a los que me dieron abrigo y me acogieron sin
hacerme preguntas. A los monjes dominicos les debo la vida y, sin embargo, yo
les di las gracias robándoles todo lo que pude, para conseguir la cantidad
suficiente para escapar de África.
El coordinador de la ONG
no supo qué decir ante aquella confesión y se quedó callado, pero Emmanuel
reaccionó de inmediato.
—¡Quiero conocerle!
—¿A quién? ¿Al donante?
—Sí. Quiero conocer su
caso. Quizá él me ayude a encontrar el sosiego que durante años he buscado y
que ha mantenido a raya mi felicidad.
—Pero Emmanuel, si has
ayudado a miles de personas que han huido de África y gracias a ti tienen ahora
una vida digna aquí en España.
—No es suficiente. El
origen, la semilla de todo esto que hacemos está marcada por el delito y es
algo que nunca me perdonaré. Y ahora sé cómo voy a cerrar aquel círculo que
abrí hace muchos años. Me voy a Liberia a entregar ese dinero a la misión de
los dominicos.