sábado, 27 de febrero de 2016

METROMOSCOVITEANDO

El orgullo soviético construyó un Moscú subterráneo con vida propia, ajeno al situado a plena luz, donde diariamente, la labor de sobrevivir y llegar al destino de cada transeúnte se torna una labor difícil.
Cruzar la ciudad desde el sur (donde se sitúa el aeropuerto de Domodedovo) a norte (donde está situada la fábrica de mi cliente) a través del denominado Palacio subterráneo, se convierte en una gesta digna de exploradores. Introducido en las entrañas del subsuelo y tras intentar que la alfombra humana que circula en ambas direcciones no te arrolle, llegas a la conexión que te permite coger el primer suburbano en dirección norte. Cuando crees que vas a llegar al lugar de conexión, te das de bruces con la primera escalera mecánica que te hace descender ininterrumpidamente durante cinco minutos, lo que te introduce otros cincuenta metros bajo el subsuelo moscovita.
No se distingue el final, de tanto que penetra, pero incluso así, cuando llegas a él rodeado por hordas de viajeros que marchan a ritmo endemoniado, debes coger de nuevo una escalera adicional que te vuelve a sumergir otros cuarenta metros más.
El pasillo al que llegas tiene casi la longitud de un campo de fútbol por el que circulan personas y personajes cual coches urbanos en carretera (y casi a la misma velocidad).
Al final, el cruce con las líneas P2 y P4 aparece y puedo coger el siguiente tren en el que debo continuar diez paradas enlatado entre rusos de complexión fuerte, altas y rubias moscovitas que esquivan mi mirada y policías de toda condición.
Parada, cambio a P4, continúo tres estaciones más y vuelvo a bajar escalera mecánica, en esta ocasión durante dos minutos. Calculo que en ese momento debo haber descendido ya más de cien metros. No soy capaz de imaginar la mole de terreno, edificios, tuberías y demás redes que flotan por encima de nuestras cabezas e imagino que si la tierra sufriera el impacto de un meteorito que arrasase con todo, sería posible vivir allí debajo de forma confortable.
Observo empujones, prisas, abrigos de piel y sombreros cálidos para combatir los veinticinco grados bajo cero del exterior. Mi trayecto es un continuo quita y pon de ropa. Me veo obligado a ello para evitar mi ebullición interior consecuencia de las seis capas de ropa que llevo, y congelarme en el exterior, donde paradójicamente son insuficientes. Añado a mi tortura de viaje arrastrar una maleta de veinticinco kilos que, aun portando ruedas, son inservibles en el subsuelo moscovita.
Todas las puertas y pasos tienen siempre un desnivel. Maldita la costumbre que nadie sabe quién ha impuesto de no construir todo al mismo nivel, lo que me obliga a salvar cientos de peldaños a lo largo de mi trayecto.
El último tramo es algo más llevadero. Los trenes no llevan tantos pasajeros y circulamos durante parte del mismo por galerías deliciosamente decoradas con motivos dorados y clásicos. Me bajo en la última parada, coronada por una cúpula perfecta iluminada de forma indirecta, que me recuerda los grandes palacios de la Rusia imperial.
Allí comienza mi retorno al mundo de la luz. De nuevo una escalera sin final repleta de personas que dedican ese tiempo incluso a leer (tan largo se hace el ascenso). Nuevos pasillos, cruces con peldaños, dobles y triples puertas que se abren en direcciones contrarias, nuevo ascenso, esta vez por escaleras de cemento para llegar a una nueva cúpula.
Veo la primera señal que indica una salida a la calle y me lanzo a ella sin pensármelo. Parece que veo el sol, estoy pasando ya el control de salida cuando me planteo que quizá salir en mi punto de llegada no es tan agradable. Casi he olvidado los veinticinco bajo cero que me esperan, las capas que tengo que volver a ponerme y la sensación de perder los pies por congelación que ya he sentido antes de entrar en el metro.
Por suerte, mi colega me está esperando en esa salida con el coche calorifugado y puedo evitar la tortura de la congelación.
Saludo a Dimitri y comienzo a desnudarme, porque he pasado de menos veinticinco a más veinte, un gradiente de 45 grados que mi cuerpo intenta asimilar. Consigo quitarme el abrigo, gorro, bufanda y doble guante, el forro polar, la chaqueta y quedarme sólo con el jersey, la camisa y la camiseta térmica, y así puedo dejar de sudar.
Veo que mi colega está riéndose a carcajada libre y cuando le pregunto con un gesto me responde en un inglés con fuerte acento:

-          Ya te dije que era mejor organizar tu viaje en junio.

sábado, 20 de febrero de 2016

Nos hemos equivocado


Sí, eso parece. No hemos estado acertados. Mira que teníamos suficiente información online, televisiva, en periódicos y radios de todo el país. Días y días plagados de noticias y propuestas relativas a tantos temas desaprovechados al fin. Tendríamos que haber estudiado más y no haber sido tan vagos. El ingente esfuerzo de muchas personas que han dedicado todo su tiempo a que supiéramos cuanto era necesario y pudiéramos analizarlo con la conciencia clara ha sido en vano.
¿Y ahora qué? ¿Qué se supone que deberían hacer con nosotros? ¿Darnos otra oportunidad? ¿O tal vez condenarnos al desgobierno al que nos hemos auto conducido? Si llega la nueva consulta, ¿vamos a ser tan pusilánimes que vamos a cambiar nuestro voto y a elegir esa bicoca que llaman el voto útil? ¿O vamos a mantener nuestras convicciones y a votar lo mismo?

¡Hay que ver! Pobres españolitos mentecatos. Nos creemos grandes demócratas, con décadas de libertad a nuestras espaldas y mirad lo que hemos conseguido. Las ausencias calculadas del expresidente, las luchas contra propios y ajenos del aspirante, los egos del que se puso de moda, la ambición de primerizos desinflados tras las elecciones y el ninguneo a los minoritarios con una ley electoral injusta.

Ninguno de nuestros estudiados líderes de curriculum ha estado a la altura. Es, en definitiva, lo que nos merecemos, porque no creamos que somos mejores que ellos.
La indignación sedada por la rutina de la corrupción se ha instaurado en nuestra cotidianidad y la piel se nos ha engordado tanto que nos da igual.

Si nos preguntamos con sinceridad estoy seguro de que podemos encontrar en nuestro interior un pequeño corrupto, que esquiva el pago de un IVA en un arreglito de su casa, o acepta un enchufe de algún conocido que tenga en un puesto relevante.

También portamos, como no, un pequeño líder intransigente que quiere imponer sus propias convicciones, véanse reuniones familiares y de vecinos…

Lo peor es que guardamos íntimamente un indignado más. Uno que pasa. Ese que ve las tertulias en las que se critica la corrupción y la indecencia política, que se indigna, que gesticula y aborrece lo que ve y oye desde el sofá de su casa, pero que luego nunca participa en nada que contribuya a cambiarlo. Que no cree en la política en definitiva.  Si me apuras, y tiene un plan mejor, ni siquiera va a votar, total, todos son iguales…

¿Qué podíamos esperar si somos en realidad tan mediocres? Pues lo que tenemos: unos políticos mediocres, que desconocen el significado de la palabra democracia, y son incapaces de ceder áreas de su “supuesto” programa político en aras de un entendimiento bajo la premisa de que eso significaría “traicionar a sus votantes”. Que son incapaces de poner perspectiva a sus decisiones, a largo plazo, de imponer el interés general por encima de partidismos y personalismos. Esto último lo podría haber evitado en este texto porque la que lo ha dicho una ex lideresa de Madrid me da mucha grima, pero en fin… ya que lo he dicho lo mantengo, para no desdecirme como nuestros políticos.

Hola, me llamo Francisco Pérez y soy mediocre. Nunca he ido a defender a una víctima en un lanzamiento ejecutado por una entidad bancaria, ni he acogido a un indigente en mi casa una noche de frío. Tampoco he denunciado corruptelas de entretiempo para no tener que lidiar con la justicia y por supuesto he intentado pagar cuanto menos IVA mejor. Al menos sí he ido siempre a votar, con mis convicciones, a veces contradictorias, y otras certeras.

Mi mediocre participación política es, sin embargo de alta calidad si la comparo con la mayoría de los españoles, quienes ni siquiera se hacen este planteamiento. Ello me lleva a pensar que será difícil cambiar la sociedad española y, que hasta que eso suceda, tampoco lo harán nuestros políticos.
Quiero ser un iniciador, una chispa en el océano de millones de españoles y yo, insignificante en tal magnitud voy a crear un cambio en mi activismo político y en mi implicación con el país en el que vivo.


Hoy quiero defender el NO. No señores, no nos hemos equivocado. No nos vengan con la milonga del miedo, de la conveniencia de la gran coalición, del poder ilimitado de los mercados, de la sacrosanta economía y de las dos Españas. El resultado de las elecciones es lo que hemos decidido y es potestad de la política con mayúsculas que así sea. Déjense de titulares y postureos, de hacerse los auténticos y de reunirse para decidir que se volverán a reunir. Abandonen tanta mandanga y formen gobierno de una vez que sea como sea lo que se conforme, saldremos adelante coño, que estamos en el siglo XXI.

domingo, 7 de febrero de 2016

El Hombre de El Cairo - reseña

Termino de leer esta estupenda novela de Jacinto Rey, escritor a quien acabo de descubrir. La acción transcurre en dos tramas que van entrelazándose, separadas en el tiempo y que confluyen de forma natural. La inspectora Molen es un personaje bien definido, de carácter claro, el tipo de mujer con el que a cualquiera nos gustaría relacionarnos. Jacinto consigue un buen ritmo narrativo. La prosa ágil te mantiene atento a los acontecimientos que van a suceder. Y lo que sucede no te decepciona. Que una parte importante transcurra en El Cairo tiene para mí un atractivo especial, pues he reconocido escenarios por los que he transitado tantas veces, como la isla de Zamalek, donde me he quedado a dormir tantas noches, en el no tan famoso Hotel Zamalek. Recomiendo su lectura que es amena, ligera y cosmopolita.

I just finished reading this fantastic novel by Jacinto Rey, the writer that I just discovered. The action elapses in two lines that mix each other, separated in time and that finally join together in a natural way. The inspector Molen is a precisely defined character, the type of woman any man would like to meet. Jacinto get good narrative rhythm. The prose keeps your attention about what is about to happen. And what happens does not disappoint you. The fact that one part of the novel is located in Cairo has an special meaning to me, since I myself transited many of those scenarios, like Zamalek island, where I have stayed many nights (in its non-
so famous Hotel Zamalek). I recommend its lecture, amusing, light and cosmopolitan.