Sí, un mar de paciencia, por no decir un océano es lo que tuviste conmigo. Desde pequeño, desde el mismo momento del nacimiento, en que la vida se me escapó antes de llegar a mí cuando salí de tu vientre, y a la que me aferré después de la reanimación. Paciencia con mi nula capacidad para comer…¡cuántas veces nos contaste que las dos horas que había en el colegio entre la sesión de mañana y la de tarde te las pasabas detrás de mí por todo el corral con una cucharada para que comiera cuatro bocados y no me fuera con el estómago vacío al colegio, que es lo que yo realmente quería. Paciencia con mi obsesión por estudiar y leer y por aislarme de mis compañeros… ¡siempre nos contabas que me despachabas y me “echabas a la calle” y me escondías el libro que tuviera entre manos! Y no digamos nada de mi introversión, de mi timidez, mi pubertad llena de complejos y mi salida de casa tan pronto, a los 14 para ir a estudiar a ese colegio en el que viví interno cuatro años. Nunca lo hablé contigo o con el papa, pero debió ser duro despediros de mi y de nuestra vida cotidiana. Ahora lo pienso, cuando voy a vivir lo mismo, salvando todas las diferencias de época y la interconexión que nos permite la tecnología actualmente, y no imagino lo que debió ser. Siempre vuestro sacrificio por que viniera algo mejor. Siempre pensando en nosotros.
Un mar de paciencia, como digo, con mi actitud adolescente,
desprendida y fría, cuando me creía que era lo más moderno entre lo moderno y
lo que molaba era ser independiente. Independiente dependiendo de tantas cosas
que no veía en aquel momento, y de las que ahora soy consciente.
Un mar de paciencia con todos los cuidados, las curas, los
momentos de enfermedad, a la que tanto era yo asiduo de pequeño ¡y tan mal
enfermo! Una super paciencia en la época en que tuve dolores de cabeza interminables,
meses de pruebas médicas, chequeos, consultas a las que siempre me acompañabas
con una sonrisa y que terminaron en la nada. En que no tenía nada. Ninguna enfermedad.
Ahí asumí y catalicé mi hipocondría pero tu paciencia fue tal que no hubo ni
siquiera un reproche, ni una mala cara. Recuerdo ahora la noche que tuve que
estar sin dormir para hacerme un electro a la mañana siguiente, de manera que
el cerebro estuviera exhausto para ver si se podía descubrir alguna dolencia. Recuerdo
cómo me hablabas para que no me quedara dormido, cómo te esforzabas por que se
me hiciera más corto y cómo me despertabas cuando íbamos en el autobús al hospital
a hacer el electroencefalograma.
Recuerdo tu paciencia. La admiro. Porque fue infinita
siempre. También cuando me convertí en adulto y no siempre mis contestaciones
fueron las más amables. Y a pesar de todo tu siempre estabas dispuesta a conciliar
y a subir el ánimo.
Muchas veces pienso que me hubiera gustado conocerte cuando
eras joven, antes de casarte. Poder visualizar como en una película cómo era tu
infancia, si eras feliz, tú que no pudiste conocer a tu madre, qué te gustaba
hacer o cuál era tu comida favorita. Siempre me decías que de muy pequeña
corrías más que los chicos, que nunca te ganaban. Y muchas más cosas que me
hubiera gustado saber. Supongo que es algo que me contarás cuando nos encontremos
en esa idea del más allá a la que me empeño en aferrarme que exista, porque si
existe, seguramente tú estás allí y en algún momento volveremos a sentarnos y a
charlar.
Allá donde estés estarás celebrando tu día, hoy diecisiete
de enero, tu 82 cumpleaños nada menos. Yo aquí, en el finito plano de la
realidad y en mi soledad de hotel lo celebro por ti, por tu inmensa paciencia y
por tu ejemplo al que espero algún día llegar.
¡Feliz cumpleaños!
Fran, tu madre estará contenta!
ResponderEliminarMuchas gracias, se la echa de menos...
EliminarQué bello.
ResponderEliminarGracias Andrea!
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