Una historia más. Un caso más. De tantos cientos, quizá miles de parejas en las que se producía un engaño con una joven belleza cargada de ingenuidad e inexperiencia, pero revestida de perfección mundana, efímera y temporal.
Ella, Andrea, era una más. Una engañada más, que no quería
asimilar lo que había sucedido. Pero que no era transcendente ni singular. Tan
sólo le había tocado a ella, como a tantas otras. Quizá se había terminado el
amor. Quizá era consecuencia de la incomunicación. O tal vez tan solo se
trataba de un capricho. ¿Quién sabía? Ella no quería pensar en los porqués. Tan
solo quería olvidar y escapar de aquella desazón que sentía cuando recordaba
sus días de cotidianidad, su cercanía, su habitual quehacer diario.
Esos recuerdos le provocaban tristeza, pero a la vez le
generaban una tibia sonrisa, como cuando le preparó por primera vez sus famosos
guisantes con jamón, o como cuando le explicó dónde se encontraba Rigel y que
cada vez se alejaba más de su galaxia.
Así se sentía en aquel momento Andrea. Lejos. Lejos de su
vida de siempre, de sus años de convivencia y de sus amaneceres tranquilos.
Había llegado al último, a ese en el que había decidido terminar con todo, olvidarla,
olvidar a Olivia por siempre y liquidar el infinito sufrimiento que le producía
saber que ella había saciado la voracidad de otro cuerpo, de otra alma y que se
había vaciado con otra persona.
Imaginaba la escena y no quería creerlo. No podía aceptarlo.
Descubrir el engaño le rompió el alma y acabó con sus ganas de vivir. Y decidió
no continuar. Observó el amanecer desde la atalaya del acantilado rocoso, se
despojó de toda su ropa y se lanzó a las profundidades para fundirse con la
inmensidad del océano, del que no regresaría jamás.
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