Siempre he creído en la teoría matemática de las probabilidades. Esa que nos dice que, en todo en la vida, en el universo y en la naturaleza hay una compensación, un balance de signos que intenta mantener un equilibrio entre lo bueno y lo malo, con orden y regularidad, marchando entre lo estimado y lo aleatorio.
Los
fenómenos deterministas nos permitirían tener una vida parametrizada, sin
sobresaltos, con previsión y sin aleatoriedad. Sin embargo, el azar campa a sus
anchas por el mundo en que vivimos. Algunos le llaman suerte, otros tantos,
destino, y para mí no es más que el porcentaje complementario al contrario de
que suceda una determinada cosa.
Ello me
lleva a tener mi propia teoría de la felicidad: cuando estoy enfermo, en el
fondo, estoy feliz, porque sé que o bien otra persona, en otro lugar, estará
curándose, o bien yo mismo, en un futuro cercano recibiré una alegría vital.
¿Qué se me
rompe algo por accidente? No pasa nada, síntoma de que un acontecimiento
positivo me circundará más pronto que tarde.
¿Qué recibo
una mala noticia? Es para mí augurio de una buena noticia posterior que
compensará las consecuencias o agravios de la negativa sin ninguna duda.
Tampoco paso
pena cuando siento tristeza, ya que no es más que el sentimiento complementario
al de la alegría que me retornará en cualquier momento y, si no lo hace durante
una temporada, estoy convencido de que otra persona, quizá necesitándolo más
que yo, será feliz y podrá abandonar su propia tristeza.
Es una
filosofía muy “ad hoc” para alguien que milita en el relativismo como yo. Que
defiende siempre el punto de vista relativo de todo aquello que acontece o que
lleva a cabo, con espíritu crítico pero comprensivo y con argumentación
aceptable en uno u otro sentido.
Muchos me
llamarán tibio, sobre todo cuando aplico esta filosofía a la política. Otros,
me tildarán de ambiguo, dirán que tengo poco carácter, tal vez, aunque yo
prefiero decir que vivo una realidad líquida, a la que soy capaz de adaptarme
en cualquier circunstancia.
Y todo ello
me lleva al concepto de suerte, esa que todo el mundo anhela tener en todo
momento y situación. La que nos conduce en masa a los juegos de azar, a los
concursos, sorteos y por supuesto a la lotería de Navidad. Sí, la lotería de
toda la vida con la que alguno sueña siempre con hacerse millonario y
retirarse. Yo también acudo a ella, con fe. Compro un par o tres de decimitos,
en mi trabajo, en el fútbol de los niños o el colegio, pero mi objetivo y mi
anhelo son muy diferentes: Siempre que juego a la lotería mi deseo es que no me
toque, porque tanto o más, me será correspondido por otro lado en mi vida, así
que cada veintitrés de diciembre, cuando ya he revisado toda la pedrea y
certifico que no me ha tocado ni un euro, respiro con alivio y sé que, entonces
ya lo puedo decir, me ha tocado mi propia lotería un año más.
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