Hay que mirar a los ojos cuando se habla, cuando sientes ese
silencio que debes llenar de palabras, cuando lo que ves es sentencia de vida,
cuando lo vivido tiraniza la libertad consumida en la experiencia, en la
frustración, en ese anonimato que desbanca la economía de tu tiempo.
Fran nos muestra un ejemplo claro de cómo dar sin recibir,
de la manera de combinar el turquesa con el color púrpura, de la forma de
comenzar una y otra vez un tapiz de esperanza o de calzarse unas zapatillas
geométricas bajo la hierba ayunada en pleno mes de agosto: de INVERTIZA sacrificando
inversores y altibajos bursátiles el resto del año.
El primer inversor es él, Ismael, él y su familia, la
cartera soberana en un valor potencial revalorizado en la superficialidad del
sector financiero, en la urgencia inmediata de futuro, en la volatilidad al
ciento por ciento de una posibilidad de riesgo, de un depósito de fortuna en Bruselas,
Alemania, Zaragoza, Madrid, Ibiza o en el mundo entero vacío de sentimientos.
El autor confiesa, a través de su protagonista, que las facturas
pasan estaciones, que las semanas no compran cabalgatas, que la familia decide
dar demasiadas vueltas y excusas al límite de una apariencia, de una ausencia
de Wall Street, del presidente de los abonos o de un amante con un sabor
demasiado habitual a deshoras.
La hipoteca basura cierra toda puerta a los fondos de vida,
a la inversión sub prime, a la cuenta de Twitter o a la locura del ritmo vital.
Francisco comparte esa sensación de abandono, en su
personaje, cuando todo se le niega y sólo es un renglón de subsistencia lo que disculpa
el desánimo.
La locura de la Expo, el abandono de su estirpe, la pintura
en un lienzo sin tiempo, las semanas de trabajo verbalizadas en un hotel a
desmano de su hogar, sin aire, dormido con un móvil en la mano y los sueños
estresados de trabajo.
No hay agua que riegue un plan de rescate, ni honestidad que
se acomode a la vorágine de un matrimonio, de una reunión, de un vuelo, de una
madrugada fuera de lugar, de la melodía de Bach en un archivador sin escrúpulos
y demoledor en el escenario de la injusticia.
Solo el calor de una cafetería “Doña Hipólita” se muestra
amable tras el volumen de lo vivido, tras cada negativa a un nuevo comienzo o a
esa llamada custodiada en una demanda de orfandad.
Bruselas se humedece a quince grados de su mercurio, a un BBVA
evadido de pago, a esa tensión que hiperventila la atmósfera más estudiada. Se
conoce el riesgo y aún así se cotiza al alza a la hora de la cena. Nochebuena
es una transferencia de dinero, un impago, el divorcio helado de iniquidad.
Directa o indirectamente, como en un análisis financiero, la
vida se va consumiendo, la autoestima alberga honorabilidad en su defensa, pero
ninguna carta prioriza su infortunio. Ismael se encierra en el balance de su
vida, en la ferocidad de un juicio analizado por la evolución bancaria de la impotencia.
Cada segunda parte es consecuencia de la primera, y así nos
lo muestra el autor en su novela. La voluntad de regular, sin éxito la locura
de su intimidad. No hay semáforo que sistematice la pausa de su vida, ni
acelere la desazón de su soledad.
De un techo variopinto cuelga un rastrillo, el último sol,
una habitación azul, una pequeña biblioteca, una cena casi preparada y el sabor
agradable de lo vivido. Un atraco puede resultar esperanza, el rodaballo en
Navidad o una amistad en el abismo del infortunio.
Fran desea que el sadismo de la humanidad, el descenso a los
infiernos, que la indiferencia de la gente se calme y comprenda, que converse y
brinde por esa experiencia en la aurícula izquierda de su honestidad, en el
contable de su existencia.
Las calles de Zaragoza se embriagan con sus personajes y el
cierzo es uno más entre ellos, nos invita a callejear por la ciudad, por sus
mercadillos, por las librerías y los restaurantes, por los portales, por el
parque grande y, como no, por los bancos desprovistos de dignidad y trabajo.
A veces la puntualidad se muestra en un día lluvioso, en el
corazón de un hijo perdido, en el tartamudeo de una pregunta ávida de
respuesta, en una hora arraigada en una cita, en el jazz de una mirada, en el
abismo de la realidad.
El 14 de septiembre de 2008, la primavera de 2030, son días
contados en la herrumbre de la lluvia, en la certeza de la palabra, en la
avenida ciega del vuelo, en el paréntesis que separa el pasado de un futuro sin
miedo, en la vida de Ismael y su experiencia decomisada al viento.
El autor, capítulo a capítulo, nos acerca al inicio y al
final de una vida que bien pudiera ser la nuestra. Cada día vemos vagabundos
inundando las aceras, las esquinas de nuestras ciudades y somos incapaces de
mirarles a los ojos cuando nos hablan.
Os invito a perderos en esta novela, a degustar su sabor a
palabra, a desdoblar cada página en el margen de su testimonio. Su autor,
Francisco Urbano y su obra no os dejarán indiferentes.
BELÉN MATEOS
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