"¡No sé qué voy a hacer para solucionar este problema!", me
decía yo cabizbajo cuando el vuelo de Alitalia que nos conducía a Roma
alcanzaba su velocidad de crucero. ¡Vaya cumpleaños de mierda! Pensé después.
Justo un veinte de septiembre y tenía que estar volando hacia Bangladesh. Todo
se había confabulado para que el más grave de los problemas se uniese con el
más conflictivo de nuestros clientes en el peor momento posible. Y allí me
encontraba yo, en camino hacia la capital italiana, donde haría tres horas de
escala antes de realizar el segundo hasta Dhaka.
Mi estado de ánimo no podía ser peor. Lejos de los míos el
día que cumpliría cuarenta y cinco, a punto de comenzar el otoño y con un
horizonte a la vista de problema sin aparente solución.
Decidí romper mis pensamientos con la lectura. Abrí el libro
que me acompañaba en aquella ocasión y comencé a desprenderme de la
negatividad. Disfruté de la prosa de Julia Navarro, una de mis escritoras
favoritas.
Iba sentado en el pasillo, lo que me permite estirar las
piernas y levantarme sin necesidad de molestar a nadie. El asiento de mi
izquierda estaba libre y el siguiente ocupado por un señor muy alto y bastante
elegante que me había saludo cortésmente antes de comenzar el vuelo.
Cuando llevaba un buen rato leyendo, observé que mi
compañero de fila hacia movimientos con los brazos. Al principio solo lo miré
de reojo, pues no quería ser indiscreto. Intenté continuar leyendo pero no pude
concentrarme. Seguía moviendo bruscamente los brazos en alto y moviendo la
cabeza de forma extraña. Me giré y contemplé un comportamiento poco normal.
Como él no me miraba decidí no decir nada. Me mantuve a la espera y pude notar
que el tipo intentó ponerse en pie y comenzó a golpearse la cabeza contra el
techo del avión. Al levantarse, todo el mundo entró en tensión. Un auxiliar de
vuelo acudió y le preguntó qué le ocurría. Yo decidí abandonar mi asiento y me
fui unas filas hacia atrás.
Por lo visto el señor no respondía ni parecía darse cuenta
de que le estaban diciendo. Los auxiliares preguntaron si había un médico en el
avión y una señora acudió al lugar. Lo observó y comentó que seguramente o era
epiléptico o estaba tomando alguna medicación fuerte que se había olvidado. No
supo nadie dar un diagnóstico más preciso.
Ante la virulencia de sus movimientos y la peligrosidad de
los mismos, ya que no veía ni discernía si golpeaba a alguien o no, se vaciaron
todas las filas de alrededor y la gente se redistribuyó. Resultó que el sitio
que yo había ocupado estaba rodeado de un grupo de monjas mejicanas que acudían
a Roma por algún evento religioso. Empezaron a decir que era el demonio el que
se había apoderado de aquel señor y que debían elevar un rezo para impedirlo.
Las ocho monjas se pusieron a rezar y cantar en voz alta, cánticos en español
con acento mejicano.
Yo cada vez me sorprendía más. El surrealismo de aquel vuelo
no lo había vivido nunca.
El tipo se tornó realmente agresivo y tuvieron que reducirlo
entre tres auxiliares de vuelo. Afortunadamente en aquella ocasión casi todos
eran hombres y pudieron, por la fuerza retenerlo y atarlo con el cinturón al
asiento. Debieron sentarse a ambos lados para impedir que se desatase y
continuar así todo el resto del vuelo. Había un barullo tremendo, la gente
murmuraba, las monjas cantaban a pleno pulmón cánticos religiosos y toda la
gente de la parte trasera había comenzado a rezar padres nuestros y aves marías
en voz alta.
Transcurrió una hora con ese escenario cuando el capitán
anunció que comenzábamos el descenso al aeropuerto de Roma Fiumicino. Todo
pareció calmarse. Los cánticos terminaron y el silencio retornó al avión.
Cuando tomamos tierra y el avión se detuvo, los auxiliares ya habían dejado al
señor solo en su asiento que parecía haber retomado su posición elegante
inicial. Yo me acerqué a mi asiento para coger mi maleta de mano y el señor,
muy cortés de nuevo me dijo en un perfecto inglés: “Encantado, que tenga usted
un buen día”, y salió caminando como si todo hubiese sido un sueño.
¿Quizá realmente lo fue?
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