Un tesoro de papel
Mariam
estudiaba filología inglesa en Damasco. Ese mismo año terminaría su
licenciatura y regresaría a Maalula, su ciudad natal. Allí quería trabajar como
profesora de inglés para niños. Desde muy pequeña, enamorada de las palabras,
se escondía en rincones tranquilos a leer los diccionarios que le prestaban sus
primas musulmanas. Le fascinaba descubrir vocablos en diferentes idiomas. De su
arameo natal, pasaba al inglés y de ahí saltaba al francés, al sefardí y
finalmente al árabe utilizado en la facultad. Custodiaba con devoción aquellos
volúmenes clásicos, algunos impresos en época otomana. Guardaba con especial
cariño un pequeño diccionario arameo-árabe que le había regalado su abuelo. El
paso de los años y su uso continuado lo habían deteriorado mucho, pero para
ella era un tesoro de papel. Representaba una de los últimos vestigios de una
lengua en vías de extinción: el idioma de Cristo.
Pero no pudo
licenciarse. Los yihadistas del Frente Al Nusra destrozaron la facultad de
letras y el curso académico quedó clausurado prematuramente. Tras meses de
asedio a Damasco, el frente se extendió hasta Maalula. Su casa fue bombardeada
y su familia murió, pero a ella pudo salvarla la ONG con la que colaboraba como
traductora. Le organizaron la huida de Siria y llegó a Italia donde fue
hacinada en un centro de refugiados. Lo había perdido todo: su familia, sus
posesiones, sus sueños, pero consiguió salvar algo tan importante para ella,
aquel pequeño diccionario que ahora viviría con ella una vida de refugiado.
Matar o morir
La tormenta
rompió con fuerza la tranquilidad de la noche. El mar produjo crestas de altura
imposible para aquella barcaza y la copiosa lluvia la inundó. Said iba sentado
frente a un pequeño de ojos verdes característicos de Aleppo. Lo miraba con
cariño, como si buscase la protección del padre que quizá había perdido. Cuando
la primera ola sobrepasó a los ocupantes le tendió una mano pero el vaivén y la
sobrecarga lo hicieron casi imposible. Fuertes ráfagas acrecentaron el temporal
y tiraron a casi todos los ocupantes. Said pudo mantenerse asido al borde y con
su mano agarró a aquel chico. Pero no aguantarían mucho más. El Mediterráneo,
oscuro y frío se había llenado de futuros cadáveres.
Said guardaba
un corcho pequeño que se había llevado como precaución. Cuando un golpe de mar
lo lanzó por la borda y se hundió arrastrando al niño, se aferró a él. No creía
que aguantase el peso de ambos y tenía claro su primer objetivo: sobrevivir. O
le dejaba ahogarse o sería él quien falleciera. Sin embargo sus tripas no se lo
permitieron. Era como matarlo y matar o morir no tuvo lugar en su corazón. Tras
horas en aquella situación nadó cuanto pudo contra el oleaje, apartando cadáveres,
para coger un trozo de la embarcación. Lo arrastró hasta donde estaba el chico
que al verlo rompió en lágrimas de alegría que contagió al propio Said al saber
que ambos resistirían hasta que la patrulla de la policía italiana los
rescatase.
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