Estoy en Bombay. Soy un privilegiado. Voy en un coche de primera gama con
aire acondicionado y aislamiento del ruido exterior, cristales tintados y algo
fresco que beber. Ni siquiera conduzco. Nos lleva el chófer que trabaja para mi
agente por el mero privilegio de comer y dormir en su casa. Llevamos una hora y
media en un atasco a las afueras de la ciudad y la temperatura exterior rebasa
los cuarenta y cinco grados a la sombra.
Al abrir tímidamente la ventanilla descubro el caos exterior: Ruido
ensordecedor, bocinas de coches, gente gritando y corriendo, sonidos de todo
tipo en un marasmo de seres humanos, animales y podredumbre.
A mi izquierda, una cara se acerca. No tiene más de siete años y sonríe
sincera. La niña que me está mirando apenas posee nada. Va descalza, su ropa
está destrozada, su pelo grasiento y sus manos ennegrecidas, pero su sonrisa y
su mirada brillan con una luz especial. Me observa con tranquilidad cuando yo
le devuelvo la mirada. No tiene nada que ofrecerme porque seguramente no posee
nada. Su existencia cada día depende de lo que obtiene de gente a la que mira
como lo hace ahora a mí. Comienza a tararear una melodía que combina con su
sonrisa mientras me acerca su mano al cristal tintado que me aísla del
exterior. Tan sólo puede ofrecerme su canción, algo tan inmaterial y a la vez
tan cargado de sentimiento y significado en ese momento y lugar. Cuando voy a
decirle algo, recibo un exabrupto de mi agente que cierra inmediatamente la
ventanilla. Pero sigo viendo su cara sonriendo, a pesar de todo. Imagino que
cientos, quizá miles de veces, le ha ocurrido lo mismo, y sin embargo allí
sigue.
En el carril paralelo, un coche se avería; no puede continuar. Parece que
no funciona. Su conductor baja y, tras mirar unos minutos el motor, decide que
hay que empujarlo para que arranque de nuevo. Un par de hombres le ayudan. A
nosotros, los occidentales, los
privilegiados, ni se nos ocurre bajarnos a ayudarle. La niña de sonrisa
tranquila y melodía dulce, ni se lo piensa. A sus siete años se arrima a la
parte de atrás y comienza a empujar con sus bracitos en un gesto que provoca
mis primeras lágrimas en la India.
La veo sudar y aunque la empresa de empujar semejante coche parece
imposible a una niña desnutrida, allí sigue hasta que el coche se pone en
marcha. De repente vuelve su mirada hacia nuestro coche y sigue sonriendo. Yo
estoy llorando. Tengo cuarenta y dos años, un carácter más bien distante,
anglosajón. No expreso nunca mis sentimientos en público y, sin embargo, lo que
acabo de ver me ha roto.
No puedo asimilar algo así. Ese gesto espontáneo de un ser humano que
probablemente no espera nada del mañana y que se limita a vivir el hoy y el
ahora, me hace re ubicar todos mis principios, reorganizar mis prioridades. Y evidencio en mi interior toda la crueldad y
deshumanización del mundo actual, materialista y consumidor.
Y pienso finalmente que, un gesto tan sencillo como el que tuvo la niña,
ha creado un cambio en mi interior. Algo que no ha podido ni la política, ni la
religión, ni la vida en sociedad o los medios de comunicación, queda remodelado
en tan sólo unos segundos.
Gracias allá donde estés. Espero
que la vida te devuelva lo que das a los demás y te haga ser feliz.
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