Nunca lo
imaginé como tal. Su aspecto, su forma de hablar y comportarse me pareció
siempre de lo más normal. En la distancia corta su trato era cercano y
sencillo, como el de cualquier persona con la que charlas de modo informal, sin
profundizar demasiado en ningún tema y picoteando un poco de aquí y allá. Yo
apenas lo conocía porque acababa de mudarme como médico a aquel pueblo del
pirineo navarro. Las pocas veces que él se había acercado a la consulta me
ofrecía una mirada lúcida y transparente. Apetecía charlar con él, sentarse un
rato en un banco al sol y dejar pasar el tiempo, sin más. A su lado, respirando
la vida tranquila del pueblo, la normalidad.
Y poco a poco fuimos dejando
crecer esa amistad que se da entre dos personas cuya edad difiere lo suficiente,
generaciones tan alejadas como para contarse cosas que sorprendan. Y las
conversaciones banales dejaron paso a las relevantes, y estas a las
transcendentes. Y un buen día me sorprendió glosando la Crítica de la Razón Pura,
de Kant. Aquello nos llevó a charlar sobre filosofía, sobre la esencia del ser
humano y sobre lo liviana que puede llegar a ser nuestra existencia si no le
imprimimos una cierta dosis de profundidad.
Nuestra
amistad se afianzaba mes a mes y cuando llegó el otoño me confesó que le quedaba
poco para iniciar el largo viaje. Y me habló de física cuántica. Explicó su
futura muerte en términos de partículas elementales y cuando me di cuenta me
había quedado embelesado. Me preguntó qué me sucedía y no pude más que dejar
una lágrima correr por mi mejilla. Le pregunté a qué había dedicado su vida y
su respuesta fue tremenda: Siempre he querido ser mejor de lo que he podido
ser, me contestó.
Hoy ya no
está conmigo. Yo sigo viniendo a este banco muchos domingos por la mañana. Me
siento un rato, dejo que los rayos de sol me impacten y me transporto a
aquellas conversaciones con él, a nuestra cotidianidad que convivía con ese
mundo de ciencia y sabiduría que él exploró y que le llevó a trabajar en la
NASA, algo que descubrí al poco de su muerte. Y sonrío. Me doy cuenta de lo
sencillo que es ser un sabio, de que lo más normal e insignificante es lo más
importante cuando se tiene un cerebro tan bien amueblado. Y entonces me
despido. Le saludo y le emplazo a que su onda cerebral, allá por donde se encuentre
me acompañe el próximo domingo sentado al sol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Aguardo tus comentarios: