Sin colores, sin luz, rodeado de
mugre, telarañas y tristeza. Así veía yo mi nuevo hogar, mi pequeña morada. Ésa
a la que un desalmado me había enviado. ¡Qué contradicción! Yo que fui un
defensor de la brillantez de los colores, de la alegría de vivir, de la
imaginación sin límites, había tenido que ir a dar con un inoportuno censor que
decidió que mis líneas estaban cargadas de pecado y depravación.
Víctima de la cerrazón de una mente
sin amplitud, ciega de linearidad por las imposiciones de la religión, cuyo
único objetivo era privar a los potenciales lectores del placer de mi prosa.
Intenté comunicarme con él, me abrí
por las páginas más bonitas, las que contenían mensajes más fáciles de
comprender y aceptar incluso para su mente oscura, pero ni aun con esas. Su
negativa al placer y a la diversidad me condenaron a morir en el rincón de los
libros olvidados.
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