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Érase una
vez un niño que tenía el cabello de arena y los ojos de mar. Vivía en un
recóndito paraje muy muy lejos de la civilización. Y allí, en su pequeño mundo, era feliz. Había
llegado a aquel lugar hacía un tiempo y aunque al principio se sintió triste y
solo, muy pronto se hizo amigo de quienes vivían allí y le acogieron como si
formase parte de su familia.
Se
despertaba muy temprano, con los sonidos del silbido de su vecino Arcadio, a
quien le gustaba cantar de buena mañana. Después, una vez que había terminado
los quehaceres de su casita, se ponía delante del aparato a escuchar los
sonidos que llegaban.
Le gustaba
el motor que se escuchaba a diario. Era un sonido robusto y potente que duraba
una hora y que le hacía imaginarse cómo serían las hélices que lo moverían.
Después
llegaban los cantos de sus amigos, los más mayores, que vivían algo más
alejados de su casa pero que cada mañana surcaban el espacio sonoro con sus
melodías.
Luego dedicaba
un tiempo a descubrir nuevos sonidos que, de una u otra forma, siempre le
llegaban y a los que intentaba identificar e imaginar quién los produciría. Era
la parte que más le gustaba, porque siempre había querido ser investigador.
Y cuando
casi terminaba el día, llegaba siempre ese crujido que le espantaba y
maravillaba a partes iguales, y que le hacía comprender la inmensidad de
aquello que lo producía.
Su vida
estaba muy ligada a esos sonidos. Desde que llegó a su nuevo hogar, cuando se
cayó por la borda del transatlántico en el que viajaba con su mamá, supo que la
única vía de comunicación con el mundo que hasta entones había vivido sería ese
aparato que le habían dejado los señores que le visitaron hacía ya mucho
tiempo, dentro de un pequeño submarino, estudiando los sonidos del océano.
Tenía un
nombre, aunque casi lo había olvidado… pero sí, aún lo recordaba: El hidrófono.
Lo que no
entendía era cómo no le habían visto cuando lo dejaron instalado allí, a pesar
de que él les había hecho señales y avisos para hablar con ellos. Seguro que
eran unos despistados, aunque gracias a ellos, al menos, podía escuchar el
sonido del motor de los barcos que navegaban muy por encima de donde él se
encontraba, los cánticos de los delfines o el sonido de los glaciares
moviéndose bajo el océano.
Cuando se
dormía, confiaba en que, quizá algún día, podría escuchar también la canción
que su madre le cantaba al irse a dormir.
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