viernes, 16 de octubre de 2020

Escuchar el hogar

 

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Érase una vez un niño que tenía el cabello de arena y los ojos de mar. Vivía en un recóndito paraje muy muy lejos de la civilización.  Y allí, en su pequeño mundo, era feliz. Había llegado a aquel lugar hacía un tiempo y aunque al principio se sintió triste y solo, muy pronto se hizo amigo de quienes vivían allí y le acogieron como si formase parte de su familia.

Se despertaba muy temprano, con los sonidos del silbido de su vecino Arcadio, a quien le gustaba cantar de buena mañana. Después, una vez que había terminado los quehaceres de su casita, se ponía delante del aparato a escuchar los sonidos que llegaban.

Le gustaba el motor que se escuchaba a diario. Era un sonido robusto y potente que duraba una hora y que le hacía imaginarse cómo serían las hélices que lo moverían.

Después llegaban los cantos de sus amigos, los más mayores, que vivían algo más alejados de su casa pero que cada mañana surcaban el espacio sonoro con sus melodías.

Luego dedicaba un tiempo a descubrir nuevos sonidos que, de una u otra forma, siempre le llegaban y a los que intentaba identificar e imaginar quién los produciría. Era la parte que más le gustaba, porque siempre había querido ser investigador.

Y cuando casi terminaba el día, llegaba siempre ese crujido que le espantaba y maravillaba a partes iguales, y que le hacía comprender la inmensidad de aquello que lo producía.

Su vida estaba muy ligada a esos sonidos. Desde que llegó a su nuevo hogar, cuando se cayó por la borda del transatlántico en el que viajaba con su mamá, supo que la única vía de comunicación con el mundo que hasta entones había vivido sería ese aparato que le habían dejado los señores que le visitaron hacía ya mucho tiempo, dentro de un pequeño submarino, estudiando los sonidos del océano.

Tenía un nombre, aunque casi lo había olvidado… pero sí, aún lo recordaba: El hidrófono.

Lo que no entendía era cómo no le habían visto cuando lo dejaron instalado allí, a pesar de que él les había hecho señales y avisos para hablar con ellos. Seguro que eran unos despistados, aunque gracias a ellos, al menos, podía escuchar el sonido del motor de los barcos que navegaban muy por encima de donde él se encontraba, los cánticos de los delfines o el sonido de los glaciares moviéndose bajo el océano.

Cuando se dormía, confiaba en que, quizá algún día, podría escuchar también la canción que su madre le cantaba al irse a dormir.

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