Cada mañana
veía el bulto en la pared y le daba miedo. Estaba seguro de que era la raíz de
aquel engendro que había crecido y crecido sin ningún control y al que ningún
vecino había sabido parar a tiempo.
Pero su casa
era frágil y además le había costado mucho esfuerzo comprarla. Tan sólo era un
semi sótano en el que disponía de treinta metros cuadrados, lo que para su
malograda economía y su situación de penuria existencial no estaba mal.
Cuando se
convirtió en propietario con todos los honores, al firmar la compra de aquel
pequeño apartamento, solicitó a la comunidad que talasen el engendro, pero no
consiguió que se aprobase en la reunión anual de vecinos. Había dos jóvenes
idealistas y exageradamente escorados a la defensa del naturalismo que se
negaron en banda a tocar el dichoso árbol.
Él no lo
podía entender. Sólo le veía inconvenientes: quitaba por completo la luz y
visibilidad al menos a cuatro vecinos, manchaba a diario el porche de entrada
con las hojas que perdía, era nido de decenas de pájaros que dejaban el rellano
hecho un estercolero y para colmo de males cuando el viento azotaba con fuerza
golpeaba con furia la fachada y alguna de las ventanas a las que daba. Y todo
ello le parecía lo menor. Lo más grave, lo que más le preocupaba, era que su
pared, la de su salón, estaba a punto de abrirse de forma inmisericorde.
Había
intentado ya todas las estrategias: La de la confrontación argumentativa, en la
reunión de vecinos que no le llevó a ningún lado porque los dos radicales se
negaron a razonar, cegados por su idealismo. La del victimismo inmisericorde,
pidiendo ayuda para su problema, del que algunos se sonrieron con
condescendencia, y finalmente la de la búsqueda de aliados que estuviesen en su
línea para forzar en la votación a la tala del maldito árbol desde aquel mísero
parterre donde fue plantado años atrás.
Nada de ello
funcionó y pensó que su problema carecía de solución.
Entonces
sucedió lo que llevaba tiempo temiendo: La pared principal de su salón se abrió
en una griega de suelo a techo y una enorme raíz de más de quince centímetros
de diámetro entró a formar parte de la decoración de su hogar.
Se llevó un
susto tremendo, por el ruido y por lo rápido que sucedió todo. Pero en el fondo
sintió alivio. Ya tenía todo preparado para cuando eso sucediese. Puso en
marcha su plan. Debía reacondicionar su salón, dentro de su casa, donde nadie
podría reprocharle nada, y encendió la sierra mecánica.
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