Cada tarde, después de los gritos, de la humillación y las
bofetadas, cuando el dolor físico le impedía controlar las lágrimas que se
afanaban en descender por sus mejillas, se refugiaba en el interior de su
armario. Apagaba todas las luces, cerraba la puerta para aislarse del mundo y
encendía una pequeñita linterna que iluminaba la portada de su libro preferido,
para sumergirse en su otro mundo. Allí desaparecía todo. El daño se convertía
en cariño, los golpes en caricias, los insultos en piropos y la tristeza en
felicidad. Nadie más que ella sabía que ese libro existía. Su abuela se lo
había regalado en secreto y le hizo prometer que nunca jamás le contaría a
nadie su existencia. Era el requisito básico para que la magia de su título funcionase
y le permitiese escapar del horror en cualquier momento.
El espejo líquido tenía en su portada unas
palabras mágicas que Claudia pronunciaba siempre una vez estaba sentada en el
suelo del interior de su armario. Miraba fijamente el libro y las decía con los
ojos muy cerrados y aquel conjuro la transportaba al otro lado del espejo.
Todas las tardes hacía un viaje de ida y vuelta. Se
internaba en aquel mundo maravilloso donde la felicidad era el oxígeno que
mantenía la vida y se olvidaba del monstruo, el hombre con el que su madre se
había casado por segunda vez cuando su padre murió. Y, cuando sus heridas
habían sido curadas, y los cardenales habían desaparecido, volvía a su
habitación. Y así cada tarde, después de cada abuso y paliza que su padrastro
le infligía y de las que, por lo visto, su madre no parecía enterarse.
Cuando traspasaba la frontera líquida del libro, su esencia
física se transformaba un poquito, su vida se acortaba unos meses. Era algo de
lo que ya su abuela le había advertido, pero el dolor era tan a la totalidad
que a pesar del precio, cada día estaba dispuesta a pagarlo.
Y los días pasaban y la rutina del ir y venir a través de El
espejo líquido se convirtió en normalidad. Pero un día, cuando los
golpes acabaron con su nariz y sufrió su primer intento de violación, decidió
que no podía seguir allí. Pensó en su madre y en que posiblemente a ella le
ocurría lo mismo y que, por esa razón, se encontraban distanciadas.
Tomó la decisión en un momento. Al día siguiente, cuando
todo comenzaba al regresar su padrastro a la casa, y la llamaba a gritos para
que acudiera, se armó de valor y le contestó que le esperaba arriba, en su
habitación. Hubo después un silencio demoledor y tuvo miedo de que su osadía
terminase con su vida, ya que jamás se había atrevido a replicarle, pero se
concentró en lo que tenía que hacer y aguantó la respiración.
El monstruo abrió a golpes la puerta y se enfrentó a Claudia
que se había situado delante del armario abierto. Cuando se abalanzó sobre
ella, tropezó con la comba que había colocado estirada muy cerca del suelo y al
caer se golpeó en la cabeza y acabó con sus huesos en el armario.
Inmediatamente Claudia cerró la puerta como pudo, aun cuando los pies de su
padrastro asomaban por fuera y cogió el libro.
Rezó y llamó a su abuela en silencio para que la ayudase, y
entonces él se despejó y empezó a gritar de nuevo. Claudia pronunció las
palabras mágicas rápidamente, antes de que él pudiese derribar la puerta del
armario y entonces, algo sucedió, la puerta salió lanzada contra ella dejándola
inconsciente.
Cuando despertó, mucho tiempo después, miró a su alrededor, descubrió
que seguía viva y encontró los dos zapatos del monstruo. Entonces supo que la
magia de El espejo líquido había funcionado.
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