“A ver si hoy consigo que la rozadura no me vaya a más”,
pensó Alberto mientras se desvestía en el pequeño cambiador que la galería
había improvisado, detrás de unos lienzos a medio terminar, como si fuesen las
bambalinas de un pequeño teatro.
Mientras se quitaba el pantalón, maldecía el momento en el
que había aceptado aquel proyecto, casi ebrio, en una fiesta loca e
Idolatraba al artista, a quien había seguido en redes de
forma compulsiva, comentando sus posts y acudiendo a todas las exposiciones que
había realizado en España. Su admiración había llegado a tal extremo que había
traspasado la barrera del arte para adentrarse en el laberinto de los
sentimientos y finalmente había sucumbido a su encanto. Desde que supo que
estaba enamorado de él, se obligó a conseguir entablar una relación personal y
se prometió que haría cuanto estuviera en su mano para conseguirlo. Lo amaba.
Lo soñaba. Se masturbaba pensando en él. Pensaba en él y para él. Era un
apasionamiento a la totalidad.
De manera que cuando al fin se conocieron en la fiesta que
ofreció tras la presentación de su última exposición en Madrid, exacerbó sus
encantos y se hizo querer. Al principio al artista le pareció un admirador más
y apenas le hizo caso, pero mucho después, cuando la noche convivía con los
excesos de alcohol y las drogas, la carne buscó a la carne. La adulación se
hizo materia y los tocamientos se convirtieron en morbo. El artista descubrió
que Alberto poseía un físico imponente y aceptó disfrutar de él. Se entregaron
uno a otro en un rincón de la fiesta y el intercambio de fluidos los llevó al
paroxismo de la entrega corporal. Para Alberto supuso alcanzar su cima, para el
artista fue un orgasmo sorprendente que le hizo mirar a Alberto con otros ojos.
Y tras aquel calentón y entrega comenzó una relación de
pareja más basada en la dependencia que en el propio amor. Alberto seguía
necesitando de su artista en cada momento. Hacía cuanto estaba en su mano por
adorarle y por que fuese feliz. Se entregaba, se esclavizaba si era necesario
para dibujar su sonrisa. Y por ello no pudo negarse cuando le pidió que fuese
el modelo base para su nueva obra: Escultura de barro humanizado,
como él la había bautizado.
Alberto aceptó de inmediato. Negarse era impensable para él,
pero cuando supo lo que implicaba su aportación al proyecto entendió que iba a
ser duro. Sesiones de diez horas introducido en un armazón de barro estrecho e
irrespirable. Tan solo disponía de dos pequeños agujeros en los orificios de la
nariz para respirar y una enorme presión en la entrepierna que él consiguió
aligerar cuando colocó sus genitales hacia la derecha, originando una rozadura
en la ingle izquierda que le había llegado a sangrar.
Notaba el escozor, la sangre reblandecida y el sudor
mezclados en aquella tremenda escoriación que no había forma de curar porque
cada tarde, cuando la galería abría al público, Alberto se fundía dentro de la
estructura de barro y se pasaba allí metido el resto de la jornada sudando,
sufriendo, y amando al mismo tiempo. Lo hacía por él, lo hacía por amor.
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