viernes, 22 de enero de 2021

Pasión en Bangalore

 

Rajiv poseía un atractivo hindú clásico, facciones marcadas, piel nogalina y sedosa. Dotado de un físico elegante, hacía gala de su porte educado. Le obsesionaba mejorar su acento inglés, pues anhelaba ser aceptado en los círculos británicos de Bangalore, a pesar de su raza.

Conoció a Jane gracias a Dickens. Un poniente de julio, matizado de rosados leía Oliver Twist en el jardín botánico Lalbagh. La familia del virrey paseaba junto con una joven dama. Vestido ambarino, cabello rubio y rizado. Sus miradas se cruzaron apenas un segundo, suficiente para germinar un amor que sería, a la postre, demoledor.

Hicieron siempre gala de la máxima discreción por temor al escándalo. Cada día Jane robaba minutos al paseo con su madre para hacerse la encontradiza. La intensidad de aquellos momentos fue aumentando. Abandonados al deseo, buscaban rincones secretos, deglutían los segundos de riesgo, ungidos por la pasión de lo no permitido. Al fin, su amor culminó en cimas de vertiginoso éxtasis y su unión se hizo imperecedera.

Pero los sentimientos y las convenciones sociales estaban mal avenidos. El virrey había ordenado seguir a su hija y sus sospechas se confirmaron una tarde en que los descubrió desnudos, sus sexos ensamblados, saboreándose con fogosidad animal.

Él fue inmediatamente detenido. Ella, conducida de vuelta a Inglaterra y obligada a permanecer en la residencia oficial de York. Nada supo jamás de su amado. Rajiv fue condenado por haber mancillado el nombre de la familia. Deportado a una cárcel de Gujrat, la miseria lo engulló y las enfermedades hicieron de él un deshecho humano.

Soportó quince años de prisión inmunda. Únicamente la esperanza de volver a abrazar a Jane le ayudó a luchar por su vida en medio de aquel lugar de muerte y desolación.

En mil ochocientos cincuenta y siete comenzaron las revueltas que conducirían al primer intento de independencia hindú y las cárceles se vaciaron. Rajiv fue libre y consiguió recomponer su malograda salud. Averiguó que Jane había sido enviada a Inglaterra, lejos de la guerra. Pagó un pasaje en el primer carguero hacia Portsmouth y pudo llegar a la residencia de York. Una dama malcarada lo despachó sin miramientos menospreciando su aspecto. Pero Rajiv regresó cada día, durante meses y observó que el primer domingo de cada mes era un adolescente de piel oscura quien atendía.

Transcurrido un año, a final de agosto, llamó. El joven le indicó que no aceptaban visitas de desconocidos, pero él le suplicó, famélico de amor, que le permitiese verla, pues había recorrido medio mundo para llegar allí.

Aquel muchacho lo ayudó a incorporarse y entrar. Fue conducido a la habitación donde descansaba Jane. De nuevo, aquel cruce de miradas ocurrido tantos años atrás. Rajiv regresó a aquel atardecer en Bangalore, a contemplar aquella mirada etérea, y sintió cómo su alma encontraba finalmente la paz.

Jane, con apenas un atisbo de voz, llamó al joven para que se acercase a Rajiv. Unió sus manos y, llena de orgullo, presentó a padre e hijo. Por un instante un hálito mágico circundó la habitación empujándoles a los tres a un abrazo imperecedero que consiguió, después de tantos años, reunirles para siempre.

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