Rajiv poseía un atractivo hindú clásico, facciones marcadas, piel nogalina y sedosa. Dotado de un físico elegante, hacía gala de su porte educado. Le obsesionaba mejorar su acento inglés, pues anhelaba ser aceptado en los círculos británicos de Bangalore, a pesar de su raza.
Conoció a Jane gracias a Dickens. Un
poniente de julio, matizado de rosados leía Oliver
Twist en el jardín botánico
Lalbagh. La familia del virrey paseaba junto con una joven dama. Vestido
ambarino, cabello rubio y rizado. Sus miradas se cruzaron apenas un segundo,
suficiente para germinar un amor que sería, a la postre, demoledor.
Hicieron siempre gala de la máxima
discreción por temor al escándalo. Cada día Jane robaba minutos al paseo con su
madre para hacerse la encontradiza. La intensidad de aquellos momentos fue
aumentando. Abandonados al deseo, buscaban rincones secretos, deglutían los
segundos de riesgo, ungidos por la pasión de lo no permitido. Al fin, su amor
culminó en cimas de vertiginoso éxtasis y su unión se hizo imperecedera.
Pero los sentimientos y las convenciones
sociales estaban mal avenidos. El virrey había ordenado seguir a su hija y sus
sospechas se confirmaron una tarde en que los descubrió desnudos, sus sexos
ensamblados, saboreándose con fogosidad animal.
Él fue inmediatamente detenido. Ella,
conducida de vuelta a Inglaterra y obligada a permanecer en la residencia
oficial de York. Nada supo jamás de su amado. Rajiv fue condenado por haber
mancillado el nombre de la familia. Deportado a una cárcel de Gujrat, la
miseria lo engulló y las enfermedades hicieron de él un deshecho humano.
Soportó quince años de prisión inmunda.
Únicamente la esperanza de volver a abrazar a Jane le ayudó a luchar por su
vida en medio de aquel lugar de muerte y desolación.
En mil ochocientos cincuenta y siete
comenzaron las revueltas que conducirían al primer intento de independencia
hindú y las cárceles se vaciaron. Rajiv fue libre y consiguió recomponer su
malograda salud. Averiguó que Jane había sido enviada a Inglaterra, lejos de la
guerra. Pagó un pasaje en el primer carguero hacia Portsmouth y pudo llegar a
la residencia de York. Una dama malcarada lo despachó sin miramientos
menospreciando su aspecto. Pero Rajiv regresó cada día, durante meses y observó
que el primer domingo de cada mes era un adolescente de piel oscura quien
atendía.
Transcurrido un año, a final de agosto,
llamó. El joven le indicó que no aceptaban visitas de desconocidos, pero él le
suplicó, famélico de amor, que le permitiese verla, pues había recorrido medio
mundo para llegar allí.
Aquel muchacho lo ayudó a incorporarse y
entrar. Fue conducido a la habitación donde descansaba Jane. De nuevo, aquel
cruce de miradas ocurrido tantos años atrás. Rajiv regresó a aquel atardecer en
Bangalore, a contemplar aquella mirada etérea, y sintió cómo su alma encontraba
finalmente la paz.
Jane, con apenas un atisbo de voz, llamó
al joven para que se acercase a Rajiv. Unió sus manos y, llena de orgullo,
presentó a padre e hijo. Por un instante un hálito mágico circundó la
habitación empujándoles a los tres a un abrazo imperecedero que consiguió,
después de tantos años, reunirles para siempre.
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