Uno no puede dejar de pensar que le queda ya menos futuro que pasado vivido. Y eso da una cierta sensación de prisa. Le da a uno por revisar aquellos sueños que todavía no ha llevado a cabo, las cosas que se quedaron en el tintero en su momento y para las que quizá todavía hay tiempo. La nostalgia amenaza con hacerse presente pero no debemos dejar que nos abrace. En mi caso yo la dejo visitarme de vez en cuando, en pequeñas dosis que me mantienen cerca de lo vivido, pero sin añorarlo en exceso.
50 es un numero redondo, contundente. Un cambio de década
que parece anunciar cambios sin saber adónde nos llevará y qué caminos nos hará
vivir. En mi caso es una incógnita más ya que en cada cambio de cifra mi vida
ha virado hacia una dirección muy distinta. Con 20 me enamoré de la que es la
mujer de mi vida, con 30 tuve una crisis existencial en la que me cuestioné
todo (¡qué mal me sentaron por Dios!), con 40 cambié de trabajo y de filosofía
de vida y ahora llego a los 50, y aquí estoy, esperando a un cambio
transcendental.
Intuyo que ese cambio ha venido ya pre-anunciado por la crisis
del COVID. Y que va a ser un cambio intelectual. En primer lugar, yo. (No me
llaméis egocéntrico). Quiero decir que en primer lugar me voy a preguntar a mí,
qué es lo que pienso, qué es lo que quiero, cómo me siento y si me apetece eso
que me he preguntado. En segundo lugar, empezar a practicar el NO, que tanto me
ha costado en mi vida. NO a aquello que no quiero ni me apetece, sin mayor
estridencia ni drama. Vivir el presente con una mirada relajada al futuro y
alguna que otra vista atrás fugaz al pasado, pero realzando y poniendo en valor
lo que vivo ahora, en este momento por encima de todo. Dejar de dudar. Ante
algo que me gustaría llevar a cabo, pero para lo que hasta ahora me planteaba
dudas sobre si debería o no hacerlo, voy a dejar de analizarlo tanto y me voy a
lanzar a por ello. Practicar más aún la creencia en el buenismo, en la buena
gente, en las buenas acciones sin esperar nada a cambio. Y finalmente, valorar
lo importante. Y lo importante son los míos, mi familia.
Ese cambio vendrá acompañado de todos esos momentos de la
vida de uno en que se dedica a lo que realmente le gusta, con lo que disfruta.
En mi caso son cosas sencillas que no requieren ni de lujo ni de ningún oropel:
La lectura, que cada día disfruto más (me siento cada vez más cercano del
lector voraz que fui de adolescente). Los paseos con Laura, con charla y
sosiego que cada vez hacemos más (y más largos). Las tertulias de amigos, ésas
en las que hablamos de todo y en las que simplemente compartimos ese momento y
por supuesto mis otras mil inquietudes artísticas: la escritura (ya estoy a
punto de terminar la primera escritura de mi nueva novela), la pintura, el
dibujo, el teatro, la videocreación, la arquitectura y por supuesto la música.
¡La música! Tan importante en mi vida, que cambió mi rumbo y mi forma de ser yo
mismo allá por 1987 cuando descubrí a un grupo que tenía un cantante despeinado
y mal maquillado llamado Robert Smith. La música que descubro a los cincuenta
es mucho más variada e interesante que nunca. Se nutre de actualidad, de
recomendaciones imposibles de mis hijos adolescentes, de jazz, de post-rock y
de vanguardia.
Y he nombrado a dos adolescentes, claro, mis hijos: Ellos son mi motor, el que me obliga a mantener mi espíritu joven aunque pasen los años y el mío se vaya deteriorando. Por ellos lo hago todo y con ellos disfruto de las sorpresas de las generaciones actuales, de su forma de entender la vida y de su inmediatez y condescendencia con lo que a nosotros nos parecía fundamental.
Son un chute diario de adrenalina y de ganas de vivir que me
alimenta y me consume a partes iguales. Y en esa ambivalencia está la salsa de
la vida.
Pues eso, que ya soy todo un cincuentón, atípico,
relativista, que lucha contra su pesimismo genético y abraza la experimentalidad
de todo lo que le queda por vivir.
¡Me doy la bienvenida a la década dorada del siglo XXI!
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