sábado, 19 de septiembre de 2020

Los 50: Esa década por descubrir

Acabo de traspasar el umbral. Ya estoy dentro y me encuentro en una enorme casa desconocida para mí. Parece grande y vacía, pero con muchos rincones y estancias por llenar y por los que transitar. Son los cincuenta, esa década que años atrás parecía el comienzo de la tercera edad y que ahora, en pleno siglo XXI es la de la madurez joven, los antiguos treinta dicen algunos (exageradamente), la década de la plenitud, el sosiego y la serenidad.

Uno no puede dejar de pensar que le queda ya menos futuro que pasado vivido. Y eso da una cierta sensación de prisa. Le da a uno por revisar aquellos sueños que todavía no ha llevado a cabo, las cosas que se quedaron en el tintero en su momento y para las que quizá todavía hay tiempo. La nostalgia amenaza con hacerse presente pero no debemos dejar que nos abrace. En mi caso yo la dejo visitarme de vez en cuando, en pequeñas dosis que me mantienen cerca de lo vivido, pero sin añorarlo en exceso.

50 es un numero redondo, contundente. Un cambio de década que parece anunciar cambios sin saber adónde nos llevará y qué caminos nos hará vivir. En mi caso es una incógnita más ya que en cada cambio de cifra mi vida ha virado hacia una dirección muy distinta. Con 20 me enamoré de la que es la mujer de mi vida, con 30 tuve una crisis existencial en la que me cuestioné todo (¡qué mal me sentaron por Dios!), con 40 cambié de trabajo y de filosofía de vida y ahora llego a los 50, y aquí estoy, esperando a un cambio transcendental.

Intuyo que ese cambio ha venido ya pre-anunciado por la crisis del COVID. Y que va a ser un cambio intelectual. En primer lugar, yo. (No me llaméis egocéntrico). Quiero decir que en primer lugar me voy a preguntar a mí, qué es lo que pienso, qué es lo que quiero, cómo me siento y si me apetece eso que me he preguntado. En segundo lugar, empezar a practicar el NO, que tanto me ha costado en mi vida. NO a aquello que no quiero ni me apetece, sin mayor estridencia ni drama. Vivir el presente con una mirada relajada al futuro y alguna que otra vista atrás fugaz al pasado, pero realzando y poniendo en valor lo que vivo ahora, en este momento por encima de todo. Dejar de dudar. Ante algo que me gustaría llevar a cabo, pero para lo que hasta ahora me planteaba dudas sobre si debería o no hacerlo, voy a dejar de analizarlo tanto y me voy a lanzar a por ello. Practicar más aún la creencia en el buenismo, en la buena gente, en las buenas acciones sin esperar nada a cambio. Y finalmente, valorar lo importante. Y lo importante son los míos, mi familia.

Ese cambio vendrá acompañado de todos esos momentos de la vida de uno en que se dedica a lo que realmente le gusta, con lo que disfruta. En mi caso son cosas sencillas que no requieren ni de lujo ni de ningún oropel: La lectura, que cada día disfruto más (me siento cada vez más cercano del lector voraz que fui de adolescente). Los paseos con Laura, con charla y sosiego que cada vez hacemos más (y más largos). Las tertulias de amigos, ésas en las que hablamos de todo y en las que simplemente compartimos ese momento y por supuesto mis otras mil inquietudes artísticas: la escritura (ya estoy a punto de terminar la primera escritura de mi nueva novela), la pintura, el dibujo, el teatro, la videocreación, la arquitectura y por supuesto la música. ¡La música! Tan importante en mi vida, que cambió mi rumbo y mi forma de ser yo mismo allá por 1987 cuando descubrí a un grupo que tenía un cantante despeinado y mal maquillado llamado Robert Smith. La música que descubro a los cincuenta es mucho más variada e interesante que nunca. Se nutre de actualidad, de recomendaciones imposibles de mis hijos adolescentes, de jazz, de post-rock y de vanguardia.

Y he nombrado a dos adolescentes, claro, mis hijos: Ellos son mi motor, el que me obliga a mantener mi espíritu joven aunque pasen los años y el mío se vaya deteriorando. Por ellos lo hago todo y con ellos disfruto de las sorpresas de las generaciones actuales, de su forma de entender la vida y de su inmediatez y condescendencia con lo que a nosotros nos parecía fundamental.

Son un chute diario de adrenalina y de ganas de vivir que me alimenta y me consume a partes iguales. Y en esa ambivalencia está la salsa de la vida.

Pues eso, que ya soy todo un cincuentón, atípico, relativista, que lucha contra su pesimismo genético y abraza la experimentalidad de todo lo que le queda por vivir.

¡Me doy la bienvenida a la década dorada del siglo XXI!



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