Teníamos ganas, las teníamos, de visitar un gran museo, algo
que no habíamos podido hacer desde hacía meses y nuestra visita a Bilbao nos lo
puso en bandeja. Una maravilla como es el edificio diseñado por Frank Ghery,
que consiguió transformar la ría de Bilbao y todo su entorno desde su
construcción, nos recibió con total seguridad y tranquilidad: Toma de
temperatura, gel por todas partes, mascarillas y no demasiado público lo que
hizo que la distancia social fuese muy fácil de mantener.
Lo primero que sorprende, como es evidente, es el edificio,
con la figura de Puppy delante, que ya planta cara al visitante indicándole que
se prepare para entrar en otro mundo. El diseño del edificio, pergeñado en
apenas unos trazos de un trozo de papel se desarrollaron hasta el infinito
detalle en una construcción magnífica que se disfruta por sí misma. Dentro, el
recorrido te va llevando por las estaciones y plantas de forma clara en un
viaje por el arte.
Me quedo con lo que más me impresionó y lo que me resultó
más evocador, que fue la segunda planta, en la que destaco el cuadro que es
para mí el mejor del museo, La gran antropometría azul , de Yves
Klein llevado a cabo con cuerpos cubiertos de color moviéndose sobre el lienzo
para huir del pincel y del expresionismo.
Es una obra que te sumerge en un
universo de sensaciones cuando te colocas a un metro de ella y tu vista apenas
puede abarcar la totalidad de la abstracción. En la misma planta, mi favorita,
la sala de lámparas, de Olafur Eliasson que te lleva a un mundo atemporal, en
el que los espacios y el movimiento generado por las luces y espejos te saca de
la gravedad terrestre.
Habitación para un color, una sala llena
de lámparas de monofrecuencia que “asesinaban” el color y que ofrecían dos
tipos de fotografía, una, amarilla, si la hacíamos con la cámara frontal y
otra, roja, con la cámara posterior para el selfie.
También la sala de niebla, Tu
atlas atmosférico de color, de Olafur Eliasson que fue impactante y
multisensorial, comenzando por el miedo y terminando por el placer de la
coloración húmeda. Toda la retrospectiva de este artista danés es para mí el
culmen del Guggenheim, quiero decir, mi favorito.
Por supuesto hay otras muchas joyas, Las cientocincuenta
Marylines, de Warhol, maravillas escultóricas como Lo profundo
del aire, de Chillida, una metáfora sin igual, o la megalítica La
materia del tiempo, de Richard Serra. Toda la obra de Anselm Kiefer
me impactó y epató a partes iguales y destaco Las célebres órdenes de la
noche.
El cuadro de Mark Rothko, la instalación de Jenny Holzer, y
también la planta dedicada a Lygia Clark, desarrollando la abstracción
geométrica que es el estilo pictórico que más me gusta.
La visita al Guggenheim nos ha satisfecho en todos los
sentidos: ha saciado nuestra hambre y sed de arte, ha motivado nuestra creatividad
futura, ha relajado nuestro espíritu y sobre todo, ha permitido que nuestra
positividad vuelva a resurgir después de meses postergados.
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