La semana pasada tuve la inmensa fortuna de poder asistir a una representación del Ballet Nacional de Cuba, dirigido por Alicia Alonso en el Teatro Tivoli de Barcelona. La obra, La cenicienta, de Johan Strauss y basada en el clásico cuento de Charles Perrault.
Hacía mucho tiempo que quería sumergirme en el mundo del
ballet. Siempre me ha maravillado esta disciplina que aúna esfuerzo, elegancia,
dedicación vital, oído musical y capacidad teatral. Me parece la expresión
artística más compleja de las artes escénicas porque hay que poder transmitir
lo que la historia cuenta con el propio cuerpo, sin la palabra.
Tenía mucha curiosidad por ver el tipo de público que acude
a una representación de este tipo, cómo no, lleno de prejuicios, y un domingo
de verano el Teatro Tívoli de Barcelona estaba repleto. Yo me vestí para la
ocasión, traje, corbata, y zapato clásico, porque creo que uno debe adecuarse a
la maravilla artística que va a contemplar. Y luego el público fue variopinto:
Familias con niñas que sin duda estudiaban ballet y algunas representaban
algunos pasos, parejas jóvenes, guiris en pantalón corto y chanclas, señores
con cierta edad, chicos y chacos en una variedad total de público que, pude
entender, gusta igual del arte en su máxima esencia, de la perfección de un
ballet que supo representar la obra con maestría. Siempre había leído y
escuchado que el Ballet Nacional de Cuba es uno de los más prestigiosos del
mundo, y coincido en que no sólo dominan la técnica, las posiciones, los
saltos, las coreografías, sino que las insuflan de humanismo, de sonrisa, de
sentimiento y de veracidad.
Tengo que confesar que cuando terminó el primer acto y el
público se puso en pie, mis mejillas estaban cubiertas de lágrimas. Lágrimas de
emoción por la música, por la belleza de los bailarines, de su elegancia, de la
belleza de los cuadros que creaban en sus composiciones y de la absoluta
perfección en su ejecución.
Y entonces hice una reflexión, la de pensar que en este
mundo deshumanizado en el que vivimos, el mundo de las pantallas, de la
inmediatez, del capitalismo liberal y del consumismo masivo, queda todavía un
reducto de esperanza, el de las personas que se conmueven con un demiplié, con
una secuencia de giros de una bailarina sobre la punta de su pie, o de una
posición final, estilizada, del bailarín abrazando a la primera ballerina. Que
gustan, en definitiva, de la belleza, del arte y de la contemplación sin
tecnología.
Siempre intuí que me gustaría mucho el ballet clásico, y he
comprobado que así ha sido, y que, junto con la ópera, otra disciplina que
también me falta por experimentar, completaría mi pasión por el teatro y por el
arte en general.
Ha sido una experiencia vital, necesaria, tardía pero
enriquecedora.
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