Aquella sería la noche. Se sentó un momento en su sofá,
frente al televisor con una cerveza en la mano y se la bebió de un trago
mientras observaba, en el rincón izquierdo, el flamenco de acero que había
comprado años atrás en un anticuario de Madrid.
Lorena era muy afortunada en su profesión. Había triunfado
como cantante de copla en los teatros de la villa y las discográficas la habían
perseguido durante meses para hacerse con su talento y convencerla de que
grabase su primer disco.
Al final, lo había hecho con Virgin, pues le ofrecía mayor
libertad creativa y amplio dominio de sus propias decisiones. Llevaba ya tres
años de pleno éxito en el mundillo y se la veía feliz, la cámara la buscaba y
las revistas del corazón también.
Sin embargo, su procesión interna era mucho más sórdida que
su mundo de lunares y faralay. Cuando cruzaba la puerta de su casa, entraba en
su particular infierno. Su pareja, un abogado trasnochado del que se había
enamorado cuando ambos veraneaban en el mismo pueblo del Cantábrico había
entrado en una espiral de destrucción, la suya propia y la de todos los que le
rodeaban y lo hacía con especial ensañamiento con Lorena a la que maltrataba
verbal y físicamente. Al principio solo fueron insultos y gritos que ella
intentaba acallar bajo la pomada de la comprensión, de entender que él había
perdido su trabajo y estaba en un momento difícil, quizá bebía un poco más de
lo normal. Y luego enseguida le pedía perdón. Pero sus crisis fueron empeorando
y comenzó a criticarle sus actuaciones, a exigirle que se tapara los escotes y
a preguntarle día y noche quién era ese tipo o aquél otro con el que caminaba
por la calle o en los teatros. Lorena nunca le fue infiel. Inexplicablemente
estaba unida a él desde una atadura profunda, infranqueable, que ni ella misma
podía comprender.
Cuando las crisis de verborrea dieron paso a las hostias,
ella se lo contó a su mejor amiga quien la obligó a acudir a la policía. Pero
las hostias no dejaban huella y la persona que la atendió en la denuncia le
dijo que poco podían hacer.
Y entonces llegaron las palizas. Le costaba muchísimo tapar
los cardenales para que no se le notaran cuando actuaba. Se vio obligada a
espaciar sus actuaciones porque si no, no tenía tiempo de recuperarse de las patadas
y los moratones. Hasta que un día, en una actuación en la plaza de toros de Las
Ventas, delante de cinco mil personas, no pudo comenzar la canción. El llanto
brotó y brotó como una cascada inmisericorde y la plaza enmudeció. Se vivió un
momento de máxima tensión porque el público no entendía lo que sucedía. Cuando
la vieron llorar imaginaron que sería por la emoción del éxito y finalmente,
Lorena pudo comenzar su espectáculo, pero lo hizo habiendo tomado una decisión
firme.
Así que aquella misma noche se sentó en el sofá y tras
beberse la cerveza de un trago, esperó a su marido que llegó malogrado como
siempre, ligeramente borracho pero con la suficiente lucidez para soltarle
algunos improperios.
Y entonces ella, le pidió dulcemente que se sentase a su
lado, y cuando lo tuvo muy cerca, agarró el flamenco y se lo estampó en la
cabeza dejándolo moribundo y con una brecha que sangraba sin parar.
Y allí se quedó, contemplando cómo se cerraba la puerta de
aquel infierno que había sufrido durante años sin que nadie lo supiese y cuando
él dejó de moverse, su boca se había transformado en una profunda sonrisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Aguardo tus comentarios: