Despertó y
respiró profundamente. Miró al techo y se dio cuenta de que estaba vivo y que
un hombre con bata blanca le sonreía. Había superado innumerables dificultades
y vencido a su fiero rival. Lo había logrado. Un año antes le pareció un reto
inexpugnable. Todos le decían que era una batalla perdida, que no había
esperanza y que debía hacerse a la idea de que el final se acercaba. Pero él
nunca se arredró. Supo que su Dios estaba con él y que juntos lucharían por su
vida. Y se entregó a la oración. Desoyó los consejos de aquellos que le decían
que debía llevar a cabo el tratamiento para mejorar sus últimos meses de vida y
optó por seguir un camino alternativo.
Se marchó a
la aldea en la que había nacido, apenas medio siglo atrás, muy alto, en la
montaña, donde el aire era puro, fresco y el silencio lo invadía todo.
Allí dedicó
su vida a la contemplación de la naturaleza, a reflexionar sobre lo importante
de la vida, y un día visitó al tío Perico, que decían que elaboraba pócimas y
tenía poderes curativos. Y le contó lo que le pasaba, y lo que quería. Tan solo
aspiraba a ser feliz sus últimos meses de vida, y el tío Perico lo miró muy
dentro de su mirada, asintió despacio y desapareció en la cocinica que tenía en
la casa donde vivía. Y al rato volvió con una botella de vidrio verde que
contenía un elixir. Ni siquiera le indicó cómo tenía que tomarlo o en qué dosis
diarias. Le entregó la botella y lo invitó a salir de su vivienda.
Y él lo
bebió. Todas las mañanas un pequeño sorbo al amanecer. Luego seguía con sus
quehaceres y por la noche, cuando se acostaba, de nuevo otro sorbo. Y así
continuó durante meses. Y cuando se sintió finalmente recuperado, cuando él
supo que se había curado, volvió a la ciudad y al médico que le había
diagnosticado aquel tumor en el cerebro y se lo dijo. Que estaba curado, que
todo había terminado. Y el médico, horrorizado le obligó a hacerle múltiples
pruebas, lo sedó en la camilla y lo internó en la UCI para analizar en
profundidad aquel tumor.
Pero el
tumor había desaparecido por completo. Y el internista que lo reanimó después
de que la anestesia pasase le sonrió y le dijo la frase que tantas veces había
querido escuchar.
—Estás
curado.
Y cogió sus
cosas y se fue a continuar con su vida dando gracias a su Dios, ese que rondaba
muy cerca del tío Perico y en el que él siempre había creído.
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