Un escenario en forma de círculo vicioso, formado por los
políticos lanzando mensajes huecos de contenido y llenos de artificiosidad, por
los medios de comunicación que titularizan hasta la simplificación los mismos,
jamás entran al detalle de las medidas realmente importantes, las que nos
afectan a los ciudadanos y cultivan un caldo del que se nutren programas de
tertulias, chascarrillos, presuntos debates y editoriales y finalmente por los
votantes que compramos todo ese tiempo de discusión estéril, que no aclara
ninguna idea importante y, aun en el supuesto caso de que lo hiciera la
probabilidad de que el político que la ha prometido la cumpliera tras salir
elegido es ínfima.
Vivimos en la era digital, en la de la inmediatez en las noticias, en la de ausencia de contacto y relación humana. Con un simple click, podríamos leer y analizar todos los programas electorales de todos los políticos y candidatos sin ninguna necesidad de tener que aguantar días y días de declaraciones, promesas baldías, mítines absurdos a los que van los que ya están convencidos de votarles, por lo que, ¿para qué se gasta todo ese dinero en un acto de autoconvencimiento ya conseguido? Podríamos prescindir de todo eso, de cientos de miles de euros gastados en carteles, propaganda en medios de comunicación, preparación de mítines y ruedas de prensa y utilizar esa ingente cantidad de dinero en algo realmente útil, que ayude a quienes realmente lo necesitan.
Si analizamos cada uno de nosotros nuestro comportamiento como votante, ¿acaso podemos colegir que nuestro voto cambia realmente porque sepamos qué medidas sustanciales diferentes va a llevar a cabo un partido y no otro? ¿Hasta qué punto no se hace ese cambio más imbuido por una mezcla de propaganda, titulares populistas, grandilocuentes declaraciones en temas que ni siquiera nos rozarán en nuestra vida privada y simpatía por el candidato/a en cuestión?
Todo ese exceso propagandístico previo a la votación, en el que nadie dice que va a hacer o pactar lo que luego seguro va a hacer o pactar, crea una nube de expectativas y promesas que se cumplen en una ínfima parte a posteriori, cuando se gobierna, cuando se está en el mundo real, al mando del timón.
Y es que la realidad se contempla desde un lado del cristal cuando se es candidato (o cuando se es oposición) y desde otra muy distinta cuando se gobierna, y cuando para ello, hay que pactar con tu contrincante, hay que ceñirse a las leyes que Bruselas nos impone (sí, la famosa Unión Europea…), hay que contemplar la economía globalizada y por supuesto los poderes fácticos que en este país siguen siendo mucho más importantes que los políticos.
Así que yo no me creo ni el diez por ciento de lo que escucho: los partidos que prometen un montón de medidas sociales, de apoyo a la dependencia, de aumento del presupuesto en mejora de la sanidad y la educación y tantas otras, me convencen, claro en el plano teórico, pero hasta que no me las presenten con un plan presupuestario (que permita Bruselas, claro) no me las puedo creer (ni yo ni nadie) porque son un brindis al sol. Las medidas obvias que todos podríamos suscribir, hacer que las grandes empresas y las grandes fortunas paguen los mismos impuestos que los currantes como nosotros, otro brindis al sol. Debemos asumir que jamás ocurrirá porque ambos colectivos tienen mucho más poder (oculto) del que nos imaginamos. Tampoco me creo las majaderías que otros “nuevos partidos” lanzan siguiendo una clara estrategia para crear polémica y dirigir el discurso. Son ideas en mi opinión tan evidentemente absurdas y alejadas de nuestro plano que sirven solamente para introducirles en el espectáculo. Y tampoco puedo creer a todos aquellos partidos que están en la negación: No pactaremos NUNCA y lo dicen así con mayúsculas con éste o con aquel, cuando es obvio que si la suma de escaños da, lo harán y entonces dirán que es por el beneficio superior de servicio al país. Ya lo sabemos, majicos, no hace falta tanta chaladura. Lo haréis si hay que hacerlo y punto.
Y ya para terminar este frontispicio tenemos la ley D’Ont, por la que a unos partidos les cuesta 400.000 votos un escaño y a otros 15.000. Es así la cosa, qué le vamos a hacer, en una supuesta proporcionalidad. Así que todo lo dicho en los párrafos anteriores además hay que pasarlo por este filtro que luego tergiversa la realidad de los votantes en España.
Para rematar el listado de descreimientos tenemos la corrupción, claro, en todas partes y a todos los niveles. Así que los partidos corruptos siguen ganando en los lugares donde lo han sido sin que al votante parezca importarle demasiado. Quizá porque pensamos que para que vengan otros y roben más pues ya están estos, de una forma ultra simplista.
Así pues, tras todo este análisis mi planteamiento es este. ¿Quiero y debo votar? Sí, sin duda. ¿A quién? Aquí tengo que ir a una decisión de mínimos, o sea, al menos malo, porque no soy capaz de encontrar ninguno suficientemente bueno, en el sentido de: SINCERO, HONRADO, EFICIENTE y COMPROMETIDO. Ya sé que aquellos que leáis esta disertación y seáis votantes de unos u otros partidos pensaréis que esos son los que sí cumplen esos cuatro adjetivos, pero es esa quizá la semilla del problema. ¿Sois/somos realmente críticos con aquellos por los que sentimos predilección política?
Termino con una máxima deportiva que viene al pelo. ¡Que gane el mejor! (Definir “mejor” en este ámbito ya es harina de otro costal)
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