Apenas puedo escribir con claridad esta crónica de lectura,
pues he terminado de leer Rosa de los vientos, de Nina Peña en
una vorágine de sentimientos, sorpresa, emociones catapultadas al infinito y pensamientos
embarullados que me llevan flotando a un mundo extrasensorial en el que me
encuentro en este instante, decidiendo qué voy a contar de esta experiencia tan
fuerte.
No recuerdo un efecto tan profundo en mí tras leer un libro
desde hace mucho tiempo. Y quizá sea así porque nunca ningún libro ha generado
un efecto tan devastador, tan placentero y tan a la totalidad como este.
He pensado mucho rato cómo definir lo que ha supuesto la
lectura de esta magnífica novela y soy incapaz de sintetizarlo en pocas líneas.
Y es que deambular el pensamiento a través de la prosa que Nina Peña ha tejido
con maestría, con barroquismo preciosista, con amor por las palabras lentas,
por escribir las emociones, por crear un mundo en torno a cada frase, a cada
descripción o sentimiento, por diseñar una arquitectura perfecta de cada
pequeño avance en una trama que parece no avanzar pero que sin embargo te acuna
y te baña de cercanía, de realidad, ha sido lo más próximo que he vivido a la
contemplación de una obra de arte per se, por ella misma, no por querer saber
qué sucede en la trama, qué le ocurre a sus personajes, cuáles son los
elementos que confluyen o determinan los acontecimientos. La lectura de Rosa
de los vientos es, en sí misma, el puro placer por leerla, sin más, por
deleitarse en cada frase, en cada recoveco adjetivado, en cada ligazón de
sentimientos con olores, con ambientes y luces que escenifican instantes que
vives, que percibes y en los que simplemente quieres quedarte. No necesitas
avanzar, porque lo que vaya a suceder es incluso quizá menos importante que lo
que está ocurriendo, pero a la vez sí quieres hacerlo para continuar con el
placer inconmensurable de llevarlo a cabo, de recorrer palabras, adverbios,
preposiciones y conjuntos verbales que configuran un conjunto artístico.
Es como escuchar deep-house
de fondo en una tarde soleada de mayo, con esa melodía que podrías escuchar
eternamente porque hacerlo es placentero, porque te da la vida, o como situarte
frente a un cuadro enorme abstracto y simplemente contemplarlo, dejar pasar el
tiempo mientras lo único que haces es detener tu mirada en esa abstracción.
Es arte en su estado más puro. Es lo que creo Nina ha
conseguido con Rosa de los vientos.
No se trata ni de qué género sea la novela, ni de si el
narrador es o no omnisciente, ni si tiene poco diálogo o frases-párrafo
interminables. Ni tan solo si su trama es original o sorprendente. Es muchísimo
más que eso. Es como el “Cuadro blanco sobre fondo blanco” que un día alguien
diseñó, o como los desfiles de ropa imposible de Agatha Ruiz de la Prada que nadie
se pondría pero que da igual porque sus creaciones son en sí mismas eso, una
obra de arte que no ha de estar al servicio de ninguna utilidad.
Eso es Rosa de los vientos para mí. Una
novela que no representa algo para entretener, o para dar de comer a una
editorial, ni siquiera para ningún uso o finalidad que alguien pudiera
imaginar.
Rosa de los vientos, simplemente es.
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