Ezequiel disfruta del
atardecer del Mediterráneo, sentado en el mismo banco en el que descansa cada
día, en lo alto de la bahía de Jonieh, en Harissa, muy cerca de la gigantesca
estatua de la Virgen del Líbano.
Un cielo anaranjado y violáceo
le anuncia el final de una jornada más. La luz es cada vez más tenue y tiene
que cerrar el libro que estaba leyendo.
De nuevo, un atardecer
de añoranza en este paraje privilegiado. Extraño sentimiento experimentado
hacia una persona que apenas conocía pero que, sin embargo, sentía tan cercana,
tan suya.
Ella se ha ido para siempre
pero su corazón la guardará eternamente en el recuerdo. Y la visión de Ayla le
recuerda las tardes compartidas y le hace sentirse más cerca de ella.
Ezequiel combatió en la
guerra contra las tropas Israelíes que invadieron el sur de Líbano en 1982. Defensor
de sus orígenes fenicios luchó con el ejército libanés. Aquella guerra asoló
Beirut y la convirtió en una ciudad fantasmal.
Cuando finalizó, con un
brazo amputado como consecuencia de la metralla que se le había incrustado en
el hombro, fue licenciado con honores por el gobierno otorgándole una pensión vitalicia
que le permitiese vivir dignamente. Tenía cincuenta y cinco años y toda una
vida por delante, pero una vida destrozada.
Tras la contienda se
refugió en la literatura, su gran pasión de juventud. Devoraba novela francesa,
los mejores escritores libaneses y los clásicos árabes por igual. Días y días
disfrutaba de su compañía, y lo hacía junto a un Fox Terrier que encontró en
una finca derribada por un bombardeo, al cual curó las heridas infringidas por
el derrumbe, y al que bautizó con el nombre de Atila. Cuando éste se recuperó
se convirtió en su compañero fiel. Siempre le acompañaba en sus paseos
vespertinos a Harissa y se sentaba con él a disfrutar de los atardeceres ocres
y lánguidos junto al mar. A veces Ezequiel incluso le leía en voz alta y él
parecía disfrutar de su narrativa pausada y su voz cálida.
Durante meses repetían
la misma rutina. Después de comer daban un paseo que les conducía hasta el
parque donde estaba ubicada la catedral y allí, con el Mediterráneo a sus pies
se deleitaban con la lectura, incluso en las tardes otoñales más frías.
Era un parque acogedor,
soleado, al que solían acudir personas de edad con sus animales de compañía.
Una de ellas, una señora elegante, con el reflejo de la belleza de juventud
todavía presente, acudía con un cockel de pelaje negro y mirada bonachona. Cada
tarde recorrían el parque durante un rato y al final la señora se sentaba en el
banco situado al lado de Ezequiel y parecía degustar con la misma fruición su
libro.
Tras unas cuantas
tardes ella lo saludó, a lo que Ezequiel respondió con un gesto. Los canes se
miraban entre sí y se estudiaban. Parece que el cockel era una cockel y Atila
había mostrado un interés inmediato.
Las tardes de lectura transcurrían
plácidamente, con los recuerdos del Beirut prebélico y poco a poco Ezequiel
estableció una buena amistad con Mariam, que era como se llamaba la señora. Se
había quedado viuda hacía tan solo seis meses. Su marido fue asesinado por las
tropas israelíes. Ezequiel por su parte, continuaba soltero ya que nunca
encontró el amor de su vida, de modo que ambos estaban solos en la vida y eso
fortaleció su vínculo. Tan sólo tenían a sus perros: Atila y Ayla como se
llamaba la cockel.
Durante meses acudieron
al parque Harissa. Leyeron y comentaron anécdotas de juventud y sus compañeros
fieles jugaban por los bancos y jardines que miraban cómplices al mediterráneo.
Pero una tarde, Ayla
apareció sola, como perdida, cabizbaja y casi arrastrándose. Caminó paso a paso
y se dejó caer en el banco en el que solía reposar las tardes junto a Mariam.
Ezequiel pensó que se
había perdido y que quizá Mariam no había podido acudir aquella tarde al
parque. Al fin y al cabo se había convertido en una persona muy cercana a él
pero de la que apenas conocía su vida privada.
La tarde siguiente
ocurrió lo mismo, Ayla apareció a la misma hora y se volvió a sentar en el
banco, una vez más sin Mariam
Así ocurrió durante
casi dos semanas. Ezequiel decidió seguir a la cockel cuando ésta dejaba el
parque para ver si le conducía al domicilio de Mariam.
La perra les condujo a
un edificio del barrio cristiano. Allí se quedó en la puerta del número 25 y de
allí no se movió. Ezequiel llamó de
inmediato a la puerta pero nadie contestó. Decidió preguntar en la casa de al
lado y la señora que abrió le contó que Mariam había fallecido hacía dos
semanas y que había sido enterrada en el cementerio católico de Beirut.
Sintió una inmensa
tristeza, por ella y por Ayla, abandonada para siempre, sin nadie que se
ocupase de ella. Decidió adoptarla en ese mismo momento como un último homenaje
a aquella elegante mujer que había ocupado su corazón durante los últimos meses.
Desde entonces las
tardes en Harissa son compartidas con Atila y Ayla que corretean alegremente
por los jardines del parque mientras Ezequiel sigue degustando la lectura y el viento
del sur le acerca en un susurro meditado y calmo el recuerdo de Mariam,
otorgándole el sosiego que siempre buscó tras la contienda.
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