Más alucinante todavía resulta conocer que, una vez
desaparecidas 38 toneladas de acero, quién sabe si enterradas, se hizo una
réplica de la obra que, automáticamente alcanzó el mismo estatus de obra de
arte de nivel superior, como la original. O sea, la copia sustituye al original
y se supone que adquiere el mismo estatus de calidad… Pero ¿eso no son los “fakes”?
¿No resulta de todo punto indefendible?
Me resulta muy interesante haber podido conocer todo el
ambiente y escenario que se daba en torno al mundo del arte en la España del
momento que fundó el museo Reina Sofía. Sus comienzos, sus delirantes comienzos
diría yo. El desgobierno, los intereses políticos, los desmanes de sus directivos,
la aparente ilógica caótica en la contratación de sus fondos artísticos y el
desasosiego que siempre crea, el arte contemporáneo y más aún escultórico, al
público general.
Sin embargo, y a pesar de que todas las virtudes anteriormente
expuestas me parecen suficientes para redimir y alabar esta novela, termino con
la sensación de haber estado frente a una botella de champán. Comienza con una
gran explosión, la sorpresa, la insuperable e inesperable forma narrativa, la
información histórica mezclada con la novelesca. Pero poco a poco, esas
burbujas de gas se van deshinchando, porque a medida que se avanza en la
lectura de los testimonios van siendo menos relevantes. O quizá es que ya se
conoce mucho de lo acontecido y queda poco que contar, y entonces esa sorpresa
narrativa se convierte en monotonía para terminar siendo una ligera pesadez.
No sé, ¿quizá en vez de 74 testimonios habría bastado con 50?
¿Tal vez algunos de ellos son, en cierta forma, irrelevantes para el caso que
ocupa? No estoy seguro de cuál ha sido el motivo pero me ha sucedido eso. Comencé
la novela excitado y pletórico y la termino aburrido y cansado.
Aún así le doy mi aplauso a su autor. Su originalidad de
planteamiento y descubrimiento de un tema tan singular siguen haciéndola flotar
en el mar literario del momento.
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