De nuevo se cruzó con aquella mirada, vacía y húmeda al mismo tiempo, y una vez más no fue capaz de sostenerla.
La
culpabilidad volvía a su recuerdo y el deseo de cambiar su pasado se hacía más
y más inalcanzable. Muchas veces había deseado volver atrás, evitar lo que
sucedió y así podrían haber continuado con su amistad, como la habían mantenido
y alimentado durante años de infancia. Pero el destino, el alcohol, la
desinhibición del verano, quién sabe… quizá simplemente el deseo, la
confundieron y se lanzó a los brazos del tercer vértice en el triángulo de
amistad que habían trazado desde niños. Una geometría invariable que se habían
prometido no romper jamás.
Arturo y
Cristina eran sus otros dos vértices con quienes formó una unión inquebrantable,
una noche de tormenta en el cuarto donde se reunían siendo preadolescentes:
amistad infinita sin sexo, sin dependencias, con lealtad hasta el final. El
pacto lo sellaron con su sangre y con una declaración que firmaron y enterraron
en el jardín al día siguiente.
Pero ella,
Carla, había roto el pacto. Lo había hecho por partida doble y en secreto.
Mantenía una relación fogosa con Arturo, que negaba que existiera a Cristina y,
de vez en cuando, tonteaba en la cama con ella, a espaldas de Arturo.
Aunque los
tres eran partícipes de esa traición a su promesa, fue ella la primera que dio
el paso y la que los incitó, por separado, a ello. Su decisión abrió la caja de
Pandora de la sensualidad y el sexo exacerbado y apareció una dependencia tóxica.
Carla no podía vivir sin poder tocar a Arturo cuando estaban juntos y, al mismo
tiempo, anhelaba el cuerpo de Cristina. La toxicidad se fue envenenando hasta
que una noche veraniega, en la playa, los descubrió desnudos, entregándose sin
freno, con lujuria. Ellos no la vieron, pero ella sí los vio, y los grabó.
Grabó aquello que tanto daño le hizo, recibir su propia medicina. La traición
que ella había inoculado anónimamente en cada uno de ellos la recibió por
partida doble.
El video se
hizo viral y aunque Cristina relativizó todo el fenómeno, Arturo no pudo
soportar la presión del instituto y finalmente terminó con su vida ahorcado en
la higuera donde solían ir a fumar, apartada del pueblo.
El triángulo
se rompió por las traiciones, pero sobre todo por la culpabilidad. Pero de
aquello hacía ya más de quince años.
No, no fue
capaz de sostener la mirada. Carla sintió una vez más el escalofrío cuando, de
camino a su trabajo, se cruzó con Cristina en absoluto silencio. Ninguna de las
dos se atrevió a emitir saludo alguno, ni a hacer un mínimo gesto. Tan solo
culpabilidad frente a odio enfrentados a través de sus miradas.
Ninguna de
las dos fue consciente de que una tercera mirada las espiaba a corta distancia.
Un joven que parecía formar parte del paisaje urbano, sentado en la terraza del
bar CASA JUAN, con una caña y unas papas en la mesa, que no destacaba por nada
en especial. En nada, si uno no se fijaba en él con detalle, en cuyo caso se
habría dado cuenta de que el periódico que ojeaba estaba puesto del revés.
Joel
estudiaba en el mismo curso que los tres protagonistas de la que quería fuese
su historia, su guion para el primer largometraje que había conseguido
producir. Había pasado mucho tiempo. Seguramente no se acordarían de él, o
quizá sí. Nunca fue especialmente cercano a ninguno de ellos, nunca se fue de
fiesta o compartió deberes. Así que no estaba seguro de que aceptasen su
propuesta. Quería que ambas fuesen las protagonistas de su película.
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