Cuando sus
ojos se encontraron con su propio reflejo entonces aparecieron los otros
dolores, los males inmateriales, la pena, el arrepentimiento, la tristeza de la
soledad y la culpa. Una vez más veía aquella imagen reflejada una mañana
dolorida. Una vez más se arrepentía. Una vez más lloraba sin lágrimas y
maldecía sus demonios.
Sabía que ese
estado pasaría. Que su cuerpo se recuperaría en un par de días y que su
conciencia cobarde olvidaría convenientemente todo lo acaecido. Y que volvería
a caer. Mucho antes de lo que a él le gustaría regresaría al mismo bar, a la
misma barra solitaria con el mismo camarero que lo miraría entre
condescendiente e indiferente y pasaría las horas allí, tomando una copa tras
otra, viendo a la gente cómo entraba y salía sin que interactuasen con su vida,
que pasaría apática y monótona.
Y, por
supuesto, eso le conduciría a una nueva borrachera semanal, como tantas había
ya sufrido. Sin contárselo a nadie, pero sabiéndolo tanta gente, tantos
espectadores mudos que no hacían nada por apartarle de aquella rutina.
Sabía todo eso
y sabía también que, hiciera lo que hiciese, no podría evitarlo. Su mirada
anunció un atisbo de esperanza, de ánimo para que esta fuese la última, pero
enseguida sus demonios le devolvieron a la ceguera impenitente que borraba
cualquier esperanza. Lo asumió una vez más: era un borracho sin solución, ciego
de sí mismo, cortoplacista de consecuencias y pasivo caminante de una vida que
no quería, pero que tampoco creía poder abandonar nunca.
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