Me encontraba en el cruce entre dos calles. El entorno me
resultaba familiar. El olor a especias cotidiano y todo parecía formar parte de
un recuerdo cercano. Sin embargo, yo no vivía allí. Los carteles estaban
escritos en árabe. Por algún motivo los podía leer y comprender, aun cuando no
recordase haber estudiado nunca ese idioma.
Me dije que estaba viviendo un sueño muy realista y que,
probablemente cuando despertase, no me acordaría de mucho. Intenté memorizar
algunos detalles, el nombre de las calles que conformaban el cruce en que me
encontraba, lo que decían los toldos de los comercios, el color de las puertas…
con la idea de que cuando despertara pudiese identificar aquel lugar.
Una mujer salió de la cafetería de enfrente. Al verme, se
detuvo un instante y pareció extrañada. Y luego volvió a entrar sin darme
tiempo a llamarla. Era ella, Saida. Yo sabía el perfume que le gustaba, su
canción favorita y el postre que siempre disfrutaba conmigo. Pero vestía por
completo de negro. Aquello me pareció raro. Y ¿por qué no me había saludado?
Sufrí un estremecimiento. Aquello era demasiado real para
ser un sueño. Mis recuerdos se tornaron en argumentos que comenzaron a
encontrar puntos de unión, a adquirir una coherencia y finalmente a adoptar un
sentido. Me llevé la mano al bolsillo interior del traje y saqué mi pasaporte.
Dentro había dos billetes de avión. Uno ya utilizado, Barcelona-Alejandría
fechado el 20 de noviembre y el otro, un día después, Alejandría-Barcelona
emitido a mi nombre. Sí. Era yo. Y entonces pareció que mi mente salía de un
flashback y fui consciente de qué hacía allí.
En mi última sesión de hipnoterapia, mi psicólogo me
retrotrajo a mi vida anterior y descubrió quién había sido: Hussein Albakri, un
comerciante alejandrino que, el mismo día de su boda con Saida falleció de un
paro cardíaco. Cuando terminó mi sesión de hipnosis supe que tenía que volver
allí, para saber que ella estaba bien y debía transmitirle que yo también lo
estaba. Habían pasado más de veinte años. Así que no lo pensé más y ese mismo
día compré los pasajes. Y allí me encontraba.
Entré en la cafetería y pedí un té con menta. Ella me tomó
el pedido. Su rostro había envejecido pero su mirada era la misma, intensa,
violeta y vivaz.
Entraron dos chicas en la veintena que se acercaron a ella y
la besaron. Debían ser sus hijas. Al momento, lo hizo un caballero bien
parecido, con una larga barba y el pelo cano y le dio un beso en la mejilla.
Saida parecía feliz. Su vida había continuado y había formado una familia.
Aquella visión me reconfortó.
Cuando me trajo lo que había pedido, mi felicidad se tornó
sobrecogimiento cuando ella me sonrió con un gesto únicamente nuestro que
teníamos siendo novios. Se mordisqueaba el labio inferior cuando sonreía y
entonces me dijo.
—Te lo he preparado como te gusta, con azúcar moreno,
hierbabuena y una cucharadita de cardamomo.
No pude ni respirar. Ese era el té que tomábamos siempre de
novios.
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