Es lo
primero que le vino a la mente a Arturo cuando salió a la calle por primera vez
desde que había comenzado el confinamiento. Cuando cerró la puerta de su casa, recubierto
de plástico y con la mascarilla en su cara, los cerró, se paró un minuto y los
volvió a abrir. Se quitó la máscara y respiró. Sí. Era la misma imagen que vio
Eduardo Noriega en una calle de Madrid en la película de Amenábar.
Enseguida se
imaginó que le estuviese pasando lo mismo, que en realidad hubiera elegido, en
algún momento de su pasado, vivir una vida virtual, perfecta, sin enfermedad,
sin problemas y que aquella avenida desierta fuera el aviso de que había
entregado su vida a la empresa de realidad virtual.
Había
estado, como el resto de la población española, cuatro meses sin salir de casa.
Ciento veinte días sin respirar el aire de la calle, ya que la situación del
virus se agravó y el gobierno obligó a cerrar puertas y ventanas. Cuatro meses
de aislamiento y desesperación que terminaron con miles de muertos, una
economía mundial destrozada, los ríos y los cielos limpios de CO2 y la moral de
los humanos hundida. El ejército se había hecho cargo de todo: repartir la
comida a los domicilios, recoger los residuos, y resolver cuantos problemas
habían surgido.
Pero la
buena noticia había llegado el día anterior a que Arturo se aventurase a salir
a la calle. El virus que había circunnavegado la tierra, estaba siendo derrotado
por otro nuevo virus que no afectaba a los humanos, y que era un depredador del
Coronavirus, COVID-19, el que se les había escapado de la mano a los americanos.
El nuevo virus había sido creado genéticamente en colaboración de las grandes
potencias, lideradas por China y gracias a la participación de un arrepentido
del laboratorio estadounidense que creó el COVID-19 habían podido dar con el
mecanismo que acabaría con él.
En apenas
dos semanas se produjo y se pulverizó masivamente por todos los países y el
efecto fue fulminante. A pesar de ello, nadie se atrevía a salir a la calle, ya
que todo el mundo sospechaba que le nuevo virus quizá fuese también dañino para
la salud. Así que las calles permanecían desiertas a pesar de los anuncios
gubernamentales de que ya era seguro salir.
Arturo sí
creyó en ello y había sido el primer en salir al Paseo de la Independencia de
Zaragoza, donde vivía. Estaba desierto. Se colocó en el centro del paseo, miró
a un lado y a otro, y se sintió exactamente igual que el actor Eduardo Noriega.
Sobre todo cuando descubrió que el pequeño pilotito rojo que llevaba pegado en
uno de los hombros, se había encendido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Aguardo tus comentarios: