Uno cree que los amigos de la infancia, esos que se hacen de
forma inconsciente, por el simple hecho de ir al mismo colegio, vivir en la
misma calle o acudir juntos a las mismas actividades extra escolares, son los
auténticos amigos, los que van a durar toda la vida pase lo que pase en el
devenir de cada uno. Y luego llega la adolescencia, con los primeros flirteos y
tiranteces entre los primeros amores y los amigos de siempre, y parece que
llega un momento en que el amor (y el sexo, para qué nos vamos a engañar) tiran
más que la amistad, y se descuidan ciertas relaciones en beneficio de aquella
en la que hay que intensificar tiempo, dinero y atenciones, también placeres,
claro.
Y la vida continúa. Uno abandona el hogar paterno porque se
tiene que ir a estudiar a otra ciudad, y sus amigos de verdad, los del pueblo,
los del inicio de la vida y con los que ha creado vínculos relacionados con las
primeras ocasiones de muchas cosas en la vida, los olvida un poquito. No es que
se haga de forma consciente o deliberada, pero la vida te traslada físicamente
a otro entorno, en el que hay otras personas, con las que estás obligado a
convivir y con las que surge una cotidianidad, un roce y circunstancias que
favorecen la aparición de nuevas amistades. Y estas ya no se han creado de
forma tan inconsciente. Ya se ha hecho una pequeña selección, descartando
aquellas con las que no hay ninguna afinidad. Y con ellas no se descubren
seguramente por primera vez tantas cosas como con las de la infancia, pero sí
se llega a momentos de intensidad más profundos, con la evolución de la
adolescencia y la autoafirmación.
Pero esa etapa también termina y, lástima, casi ninguna de
esas nuevas amistades quiere estudiar la misma carrera universitaria que tú,
así que te ves obligado a comenzar de nuevo desde cero. Llegas a la facultad,
como un pardillo, con poca experiencia social y allí te ves en una clase con
más de cincuenta personas a las que no conoces de nada. Y una vez más utilizas pequeños
trucos de tímido, el tabaco, la afinidad musical, la rebelión de la
adolescencia y otros menesteres de modernidad que te ayudan a introducirte en
un grupo de gente que, con los años se torna en un verdadero grupo de amigos,
estos sí, ya casi adultos. Quizá ha habido menos filtro que en la etapa
anterior al seleccionar, pero sin duda mucha más libertad y amplitud de miras.
La posmodernidad ha llegado, estamos a finales de los ochenta y la mente y la
observación adquieren amplitudes nunca esperadas, así que todo te viene bien.
El melenudo que escucha heavy metal, la chica tímida estudiosa y los
repetidores medio macarras que en el fondo tienen muy buen fondo o las
posmodernas con flequillo negro y maquillaje blanco. Construyes tu nueva
pandilla, a los diecinueve, quién lo diría.
Y la facultad te madura, te vuelve un ser social, te hace
interesarte por la política, por la vida en la ciudad, empiezas a preocuparte
un poco por el futuro cercano y comienzas a echar un poco la vista atrás. Te
das cuenta de que has ido haciendo y dejando amigos en el camino. No ha sido
intencionado, ni mucho menos premeditado, pero ha sucedido. Simplemente porque
tu vida ha ido cambiando de lugar y de tiempo.
Pero estás en un momento en que tu espíritu busca ya una
relación especial. Una pareja con la que, quizá, compartir el mundo (y con
quien follar a gusto y sin limitaciones). Y eso sí que lo buscas, filtras,
determinas y seleccionas, a veces sin éxito, pero al final con la esperada
aceptación de esa persona que se ha convertido, sin casi darte cuenta en tu
novia.
Y ello atrae un nuevo grupo de futuras amistades, las suyas,
con las que también tienes que quedar a menudo y entre las que surgen
relaciones de sal y pimienta. Pero tu amor es más fuerte y por ello aguantas lo
que sea. Y empiezas tu noviazgo, que te lleva a establecer tu propia familia y
entonces ya casi todas las amistades que cultivas son en pareja. O sea,
amistades de dos en dos. O amistades de tu mismo sexo. Las del contrario son
más difíciles de aceptar aunque tú intentes hacer entender que no tendría por
qué ser así.
Cuando, tras unos meses de periplo laboral, terminas en un
trabajo estable, adicionas a tu larga lista de amigos aquellos que comparten la
mayor parte de tu tiempo, tus compañeros de trabajo. Y ahí sí que se establece
una relación de amor-odio. Pero como el roce hace el cariño y los problemas
unen mucho, llegas a tener verdadera amistad, de la buena, de la que puedes
contar cuando lo necesitas y, aunque se ha consolidado siendo ya adulto, nada
tiene que envidiar a las de la infancia a las que por cierto, ves de uvas a
peras.
Has llegado a un marasmo de relaciones personales. Amistades
infantiles de las que no sabes nada en años, del instituto con quienes retomas
una cierta relación al celebrar los veinticinco años (madre mía, cuántos son…)
de tu último curso con ellos, los de la facultad con los que aún mantienes
contacto muy cercano (con ellos y con sus familias), de tus compañeros de
trabajo que son de otro ámbito geográfico y temporal y del círculo de tu mujer
y de su propio trabajo, con los que has establecido una amistad por afinidad.
Aún queda lo mejor: las amistades que surgen por la dinámica
de tus hijos. Primero los parques y guarderías. Te das cuenta de cómo las
conversaciones más simples poco a poco dan lugar a una mayor camaradería que se
fortalece en cumpleaños y vacaciones compartidas. Los padres de los amigos de
tus hijos tienen que ser tus amigos: por huevos. Si no estás fotut.
Hasta que se convierten en el adolescente que tú fuiste, y
ya no quieren saber nada más de ti. Te conviertes en lo peor y no quieren ni
oír hablar de quedar en grupo padres e hijos. Y entonces te apuntas a
actividades tú mismo. En solitario o en pareja y en cualquiera de las dos pasas
a un ulterior estado de generación de amistades. Estas ya son adultas por
completo y siempre basadas en afinidades personales. Hasta que un día descubres
por casualidad que se organiza un curso de escritura creativa que lo imparte una
tal Rosario Raro. Y te dices, y esa Raro cómo de rara será con ese nombre. Y
qué gente acudirá y, sobre todo, de qué se escribirá. Pero la curiosidad te puede más que la timidez
y te lanzas a socializar, pasados los cuarenta en una actividad que nunca nadie
ha conocido de ti. Y resulta una experiencia enorme, enriquecedora, tierna,
divertida, desestresante y llena de sorpresas.
Y el tiempo pasa rápido y sin casi darte cuenta llegas a tu
sexto año de escritura creativa y las amistades escritoras han ido cambiando,
yendo y viniendo, pero se ha establecido un vínculo con los de siempre y con
los nuevos que va mucho más allá de la propia actividad, en algo que sientes
muy cercano a la familia. Y estar con ellos y ellas te hace sentir muy bien. Y
anhelas retornar cada otoño a la clase y soltarles las composiciones prosaicas
que se te van ocurriendo y que te llevan a recordar las tardes en la biblioteca
de tu pueblo leyendo con tu mejor amiga cuando tenías menos de diez años, la
peña donde había excesos y flirteos a los quince, la amistad verdadera de los
diecisiete, los conciertos y la posmodernidad de los veinte y tu adaptación a
cada nueva casa y entorno o los cambios que sufre tu vida cuando te conviertes
en padre. Y una tarde más, una de tantas de viaje, decides ponerle cuerpo a
todos esos recuerdos y reflexiones. El motivo lo merece. Comienza de nuevo el
curso de escritura creativa y este ya será el séptimo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Aguardo tus comentarios: