Pelo castaño peinado a raya en el lado izquierdo, ojos marrones de mirada lánguida, sin tener sobrepeso pero tampoco delgadez, ni por supuesto presencia de fibra en ninguno de sus músculos. 1,72 de estatura y rasgos faciales suaves, sin barba o bigote y gafas sin montura que desnaturalizan su ya de por sí pertérrita mirada. Viste vaqueros azules, zapatos negros de vieja generación y camisa blanca de algodón ligeramente arrugada que lleva metida por dentro y cincelada con una correa de piel marrón oscuro. Trabaja de lunes a viernes, de 8 a 5, hace deporte y la compra semanal el sábado y se reúne con la familia (la propia o la impuesta) el domingo. Vacaciones de verano en la playa y macro cenas familiares cuando los copos han pintado ya de blanco el tejado del edificio donde vive. Lo europeo le parece lejano y, por ende, lo situado más allá de los Urales o del Atlántico temática fílmica, cuando no irrelevante.
Esta puede ser la radiografía de un hombre normal, de aspecto normal, que lleva una vida normal, tiene una familia “normal” en una ciudad normal... Esa inmensa mayoría de hombres que rellenan las ciudades y pueblos de España sin que de ellos sea digna de mención particularidad alguna. Ellos que, con el transcurrir de las décadas y los cambios de gobierno siguen ahí, incesantes y ajenos al vaivén de la modernidad.
Votantes de costumbre, devotos católicos, agnósticos otros, aficionados al fútbol la mayoría y a pertreñar sesiones interminables de programas de televisión. Disfrutan por igual haciendo una parrillada en casa de sus suegros que yendo a almorzar con los amigachos por la mañana los fines de semana.
Parece que su vida sea un tiempo y actividad que es necesario que existan para que pueda haber otras que resalten sobre ellas, sobresalgan brillantes por encima o excretantes por debajo y sin las cuales, se abriría un vacío en la sociedad indigno y de imposible solución.
Su vida se podrá calificar de aburrida, monótona, insensata, pacata cuando no paleta, consentida o poco ambiciosa, pero lo cierto es que el adjetivo que mejor la definiría sería el de imperecedera.
Sí, nada tiene de brillante llegar a la cúspide del éxito personal o empresarial pues ello implica caer tarde o temprano y, a veces, caer demasiado. Ni de obsceno hundirse en el infierno de la droga o la delincuencia, porque casi siempre se consigue resurgir. Lo verdaderamente arduo supone mantenerse siempre en esa franja indefinida de normalidad supuesta que te permite pasar desapercibido en los grandes conflictos a lo largo de la historia. Evitando la podredumbre que genera el capitalismo extremo y sobreviviendo a las crisis que los diferentes gobiernos y bancos ejecutan impunemente.
Sí, normal es una palabra que no debería tener significado, por lo ingente de sus acepciones, por lo inabarcable de su terminología. Deberíamos aprender que tiene más valor que lo hiperbólico o lo supremo. Normal debería de ser para nosotros sinónimo de bienestar, de armonía y por supuesto de autenticidad.
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