Nada podemos
reprochar a nuestros padres cuando nos lo han dado todo: Una infancia
plenamente feliz, llena de calor familiar, colmada con cariño y libertad para
ser quienes hemos querido ser. Anteponiendo a sus hijos por encima de cualquier
otra necesidad. Siempre sacrificando su propio bienestar, sus sueños, por poder
ofrecernos un futuro mejor que el que ellos han tenido.
Ni una sola
vez disfrutaron de vacaciones. Ni un viaje en pareja, un gasto superfluo o simplemente
un capricho. Siempre aplicando el esfuerzo y el ahorro que, tan arraigados en
el ADN de las familias humildes, termina por dar sus frutos con el devenir de
los años.
Todo es loable.
Todo lo que han pasado: las estrecheces propias de una economía de
supervivencia, la impetuosa necesidad de poder dar algo mejor a sus hijos, a
nosotros, de permitirnos vivir todo aquello que a ellos les hubiera gustado y
sin embargo la crueldad de la posguerra no les permitió ni siquiera soñar.
Ante todo y
por encima de todo, abandonar la dureza y los sinsabores del trabajo en el
campo. Su dependencia de la climatología y del capricho de los cielos.
Definitivamente,
no hay ni un ápice de resquemor, ni de crítica en aquello que han hecho. El
modo de vida que han llevado y los valores que nos han inculcado.
Entiendo
ahora cómo cada pequeña acción, cada gesto cotidiano y comentario, han
cimentado día a día una forma de entender la vida. Puedo comprobar hasta qué
punto la diferente educación recibida por dos personas afecta a la concepción de
los valores que mueven nuestros intereses.
Eso me
apabulla y me asusta. Durante años he sido crítico con mis padres, por su
constante dedicación al trabajo, y su resignación a vivir la vida que les había
tocado vivir. No creo ser culpable por haberles transmitido mis críticas. La
juventud y la enorme suerte de no haber vivido la posguerra me permitían esa superficialidad
en mi análisis de nuestra vida en común que, sin embargo y gracias a ellos, me
ha conducido a ser quien soy.
Creo en la
cultura del sacrificio, del trabajo y de la bonhombría. Defiendo por encima de
todo la buena educación, la amabilidad de las gentes y el buen corazón. Estoy
convencido de que ésos, deben ser los valores fundamentales de cualquier persona,
más allá de la creencia en religiones o filosofías diversas. Pero ¿ cómo
transmitirlos cuando vivimos en una sociedad consumista y superficial ? Sin
referentes claros, la ética y el honor de la palabra producen la hilaridad de
los jóvenes y avasallar los valores clásicos de la convivencia es fácilmente
justificable en un entorno de crisis económica como el actual.
Acumular,
cuanto más mejor, sin saber para qué, sin tiempo para hablar ni mirar a las personas.
Tener por el hecho de tener, y presumir por ello. Vivimos en un mundo
eminentemente egoísta e individualista.
Me parece
una labor ingente sobrevolar por encima de todo ello y conseguir que nuestros hijos
entiendan la importancia de los valores que considero la base de la vida en
comunidad. Mi voz es apenas un suspiro dentro del mundo que les rodea, el
colegio al que acuden, la televisión que miran o la publicidad que les arrolla
a todas horas. Es difícil encontrar un pequeño espacio, desde donde se
transmitan los valores fundamentales que, de perderlos definitivamente, nos
conducirán a la barbarie.
No me siento
culpable, sin embargo, por ello. Sé que soy un alma a contracorriente, a quien
le ha tocado vivir a destiempo en un mundo donde la ambición y el interés
personal son los referentes.
Pero no
pierdo la esperanza. Y tomo como ejemplo la vida que nuestros padres nos han
enseñado, aun siendo tan solo dos seres humanos dentro de una inmensidad. Puedo atestiguar que ellos, al menos, tras
años de penurias y sacrificio, lo han conseguido. Han hecho crecer un alma con
valores, que cree en la paz, la generosidad y la solidaridad.
Es probable
que yo consiga algo no tan puro con mis hijos como mis padres hicieron conmigo.
Nuestro
mundo ha cambiado y ello determinará indiscutiblemente el futuro. Pero estoy
convencido de que he creado ya un camino, y poco a poco veo cómo mis hijos van
dirigiéndose de forma natural hacia esas líneas maestras, que les ayudarán a
ser mejores personas y a construir un futuro más justo y mejor para todos.
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