FUGAZ
Me miró tan fugaz que
apenas pude adivinar el color de sus ojos. Parecía que tuviese miedo, quizá
vergüenza por el atrevimiento de haberme mirado a la cara. Su fragilidad me
conmovió pero su miseria me quebró el alma. Aquel joven esqueleto recubierto de
piel en Bangladesh pretendía transportarnos a mi compañero y a mí junto con
nuestras maletas en un trayecto de casi dos kilómetros, cuando al menos
triplicábamos su peso.
Intenté convencer a mi
agente de que le pagase la carrera y utilizásemos cualquier otro transporte
menos esclavizante. Él me preguntó si estaba de broma y acto seguido me empujó
a subir.
Una vez acomodamos
nuestros más de ciento cincuenta kilos, comenzó a pedalear. Vestía un sucio
pareo anudado a la cintura, chancletas sin casi suela y una camisa a cuadros
arruinada en muchas guerras. Un trapo mugriento hacía las veces de toallita
refrescante para su cadavérica frente. Yo estaba seguro de que ni nos
moveríamos. Me parecía inverosímil que aquello pudiese arrancar. Pero mi
sorpresa fue no sólo que sucediera, sino que en cuatro pedaladas marchábamos a
buen ritmo. Una lágrima amenazó con bordear mi mejilla. Intenté disimular,
cegado por aquel acto inhumano de dos privilegiados que podrían haber marchado
a pie. Y en ese intento de evitar que me viesen llorando, contemplé en derredor
lo que parecía un flujo de tantos otros como él, perdidos para siempre en un
nivel de miseria del que jamás saldrían. Y entonces sí, el caudal de mi llanto
fue incontrolable.
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