—Creo recordar que eran por este
orden: lesbianas, gais, bisexuales y al final transexuales—respondió él.
— ¿Estás convencido de que este tema es
el mejor que podías haber elegido? Al fin y al cabo la mayoría de los
estudiantes no van a saber de qué hablas.
—Créeme, quien no conoce su pasado
está condenado a repetirlo, y eso no debemos permitirlo —sentenció.
Alberto terminó de revisar el texto
que había escrito su abuelo Pablo para la conferencia que daría el lunes
siguiente en el Instituto Goya de Zaragoza, donde estudió siendo adolescente.
Se cumplía el bicentenario de su fundación y había sido invitado para dar una charla
a los jóvenes de secundaria aquel curso de 2045.
Su carrera de escritor, sociólogo y
político le había proporcionado importantes éxitos en el mundo editorial, entre
las organizaciones de lucha por la igualdad y la consecución de derechos en el
colectivo LGBT y llegó a entrar en política para poder defender sus propuestas
en un marco legal.
Los ochenta y sus excesos
conformaron la base necesaria para dar a conocer la lucha. El fin del siglo XX
aumentó la aceptación por parte de la ciudadanía pero continuó hablándose del movimiento
como algo marginal.
Pablo comprendió que su batalla
estaba mal enfocada. En muchas ocasiones era criticado incluso por los suyos,
que le reprochaban que no aceptase llevar a cabo medidas más radicales de
acción pública y, sobre todo, que no fuese él mismo homosexual, pero su meta
fue siempre la normalización.
El siglo XXI y las nuevas
generaciones trajeron los mejores años del colectivo LGBT. La homosexualidad se
aceptaba, dejó de ser considerada una enfermedad, se expandió la cultura gay
friendly, y la política avanzó en paralelo a la sociedad. Un tal Rodríguez
Zapatero, allá por el lejano 2005 fue el adalid de ciertos logros históricos,
como la aprobación del matrimonio homosexual que ningún gobierno posterior se
atrevió a derogar.
Pero el hecho de tener una ley que
defendiese ciertos derechos frente a una gran mayoría que no necesitaba de ella
para defender los suyos seguía siendo discriminatorio.
Comenzó entonces una política
suicida. Empezó a defender que el colectivo LGBT debería extinguirse. Sólo
cuando ello ocurriese podrían afirmar que el proceso de normalización había
terminado. Sus colegas lo criticaron y lo desautorizaron y le acusaron de haber
adoptado una mirada “heterosexual”, como si semejante concepto pudiera existir.
Sin embargo él no cejó en su empeño, convencido de que era el único camino.
Criticó cuantas veces pudo las
declaraciones de homosexuales y lesbianas dedicados también a la política o
presentes en la vida pública, tan pronto hacían mención a que lo eran y con el
arma de las redes sociales tras 2010, su popularidad creció de forma sustancial
y llegó a convertirse en un fenómeno viral.
En la segunda década del siglo XXI
sus propuestas se aceptaron de forma normal hasta tal punto que el número de
afiliados al colectivo LGBT se redujo a algo testimonial. La sociedad
evolucionó y el colectivo se diluyó en aquella normalización tan buscada.
Cuando le llegó la propuesta del
director del Instituto Goya para hablar sobre un pasaje de la historia
reciente, no supo decidir sobre qué tema versaría su conferencia. Sin embargo, charlando
una tarde con su nieto Alberto sobre el novio de éste, y viendo que nunca había
escuchado nada llamado LGBT, tomó la decisión.
Su nieto le colocó en la mesa el
documento editado y finalizado que comenzaba con una frase demoledora:
CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE PEOR
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