Comencé hoy la
lectura de la nueva novela de Pere Cervantes en Kashan, una ciudad mediana del
interior de Iran donde se respira la paz y el silencio, sabedor de que la prosa
de Pere me haría las horas de espera en el aeropuerto mucho más entretenidas. Y
tan pronto comencé a leer esta mañana supe que al caer el sol, ya llegado a
España, no habría podido dejarla hasta su fin.
Así ha sido,
una vez más, la cotidianidad del inspector Coque Brox me atrapó desde las
primeras páginas. Me hizo meterme en la trama, como si fuera su compañero de
ronda y avanzar en el desarrollo de la acción con los otros personajes. La
estructura de la primera parte del libro me parece perfecta, con las dosis
equilibradas de género policíaco, intriga, costumbrismo barcelonés y acción. También un
buen balance entre diálogo y narración, situándote muy próximo a los
acontecimientos.
Fue cuando
llegué casi al final de la primera parte, ya en Teheran, donde el título se me
reveló como evidente, perfecto, adecuado al corazón de esta novela, un acierto
sin ninguna duda.
Imagino que
debe ser muy raro no poder disfrutar de un buen burgundi, de la explosión de
azules y rosados del amanecer, o simplemente del verdor de los campos. Pero
Coque lo lleva muy bien, mucho mejor de lo que cualquiera de nosotros sería
capaz. Eso da una idea de la valentía de este inspector, de su entereza y su
posicionamiento al lado de los principios de la gente de bien.
Pere nos
introduce en los ECM, experiencias cercanas a la muerte, un tema peliagudo que
para los que no somos creyentes nos resulta difícil de asimilar. Es curioso que
justo esta semana, viendo la película TRUMAN, el personaje de Ricardo Darín le
comenta también a Javier Cámara cuando le dice que no continuará con la
quimioterapia, que espera que alguien muy querido le venga a buscar cuando
muera, y que antes él era muy ateo, pero ahora ha dejado de serlo
completamente. Similar argumentación podemos encontrar en Tres minutos de color. La
coincidencia de este razonamiento me ha llevado a mucha reflexión. Como he
dicho antes, los no creyentes, sostenemos que la vida, cuando se termina, se ha
acabado, y a otra cosa. Pero Pere nos da argumentos, evidencias, posibilidades,
quizá esperanzas, de que pueda no ser necesariamente así.
Ello nos
llevaría a cuestionarnos ejes fundamentales de nuestra existencia, ya que
supondría relativizar el tiempo y el espacio, preguntarnos que si la vida no se
termina con esta terrenal, dónde y por qué o para qué continúa, y durante
cuánto tiempo.
Es
justamente el desarrollo de esa vida en la muerte el que más me ha fascinado de
la novela de Pere. Considero que lo ha hecho con maestría, originalidad y mucha
credibilidad.
Por supuesto
por encima de todo destaca la brutalidad de la narración, los hechos que
acontecen son inenarrables, aborrecibles y por desgracia, existentes y en
muchas ocasiones paralizan la respiración.
Hay un tema
más en la novela que me fascina desde hace mucho tiempo, los Mandalas, a los
que he llegado ya en Estambul. Yo soy pintor de Mandalas y los utilizo como vía
de relajación, de escape y de búsqueda de mi yo interior y ver que en la novela
tienen también un papel relevante me ha gustado mucho.
Debo
confesar que he llorado leyendo hoy en algunos momentos, con Rodri, con Marga, ya en el tren de Barcelona a
Castellón y, en un alarde de masculinidad, he tenido que disimular mirando
hacia los lados para que los que me rodeaban no se percatasen de mis lágrimas.
Felicito a
Pere, que me ganó con La mirada de Chapman, me afianzó con Rompeolas y definitivamente me ha convertido en devoto lector
con Tres
minutos de color.
Creo que debería terminar esta crónica con una pregunta, que me hago en primera persona
y que extiendo a todos los que la lean: ¿estamos
realmente preparados para aceptar que se podría demostrar, en un futuro no tan
lejano, la supervivencia de la mente, del raciocinio, del pensamiento o del
alma, según como cada uno prefiera llamarla, más allá de nuestro cuerpo?
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