Para esto me he puesto yo
mi traje, mi corbata, mis zapatos de piel y mi cinturón, con la intención de
estar presentable frente al presidente de la compañía vietnamita que iba a
visitar hoy, para que ahora me reciba el tal con un pantalón desarreglado, una
camiseta de propaganda vietnamita y unas chanclas, tenga yo que descalzarme (menos mal que los
calcetines no tienen ningún agujero…) quitarme la chaqueta, aflojarme el
cinturón para que mi grasa abdominal no rebase por encima y estalle, y sentarme
en la posición del loto en un cojín de apenas 2 cm de grosor en el suelo,
frente a una tabla-mesa suspendida apenas un palmo del mismo…
O sea, a la postura de los
campamentos (claro, cuando tenía 12 años era genial), ahí, metiendo la tripa,
crujiendo las rodillas y sudando por el calor, a vender la empresa y los
productos. Seria tarea mientras además tengo que estar bebiendo continuamente
este té insulso, de color cercano a la orina, ardiendo a más no poder. Después
de 3 tazas continuas ya les he pillado el truco. En cuanto ven tu taza vacía te
la rellenan sin preguntar. Mejor no bebo más.
El surrealismo que me
acompaña en mi retorno a Vietnam desde 2018 está llegando a cotas inesperadas.
La ristra de espejismos y flashes inverosímiles continua día tras día. Al
principio fueron las tiendas de cortinas de salón expuestas en plena calle tipo
mercadito a modo de altar, con una lluvia torrencial alrededor del toldo de
plástico que, milagrosamente, evitaba que se mojasen. Después, la bandera del
partido comunista ondeando al lado del símbolo de McDonalds o junto a las mega
tiendas de Prada o Salvatore Ferragano. Para continuar con la asistencia a una
misa católica impartida en vietnamita y terminar con un cuadro de baile de
jóvenes junto a una chica cantando (supuestamente) el mega hit Despacito
en un castellano macarrónico.
Vietnam siempre me ha
parecido un destino tranquilo, por la afabilidad de los vietnamitas, la
cadencia de sus ritmos de trabajo, sosegado y sin estrés y la comidibilidad de
su gastronomía, lejos del picante y aceitosidad de otros países vecinos. Siempre
he tenido la sensación de estar ante una sociedad muy estructurada, muy de
régimen pro-soviético, donde cada uno tiene una función y nada más que una
función, sumergido en una burocracia ralentizadora de la vida y los negocios.
A pesar de los pesares,
quiero imaginar que algo del viejo espíritu constructivo primigenio del
comunismo debe quedar aquí todavía, en cuanto a labor social y servicios
mínimos otorgados por el estado. Pero ¿tiene sentido eso en pleno 2022? Quiero
decir, dado que es obvio que Vietnam está ya sumergido en la economía del
mercado capitalista y en la globalización, ¿qué diferencia hay con cualquier
otro país de la zona que no se declare como tal? Quizá solo me cuestiono esto
por un romanticismo arcaizado del viejo comunismo que siempre fracasó cuando se
llevó a la práctica. Tal vez es el hecho de encontrarme todas las cadenas
mundiales de comida rápida y de ropa, lo que me hace pensar que ya no queda esperanza
y que cualquier rincón del planeta será ya igual a todo lo demás, o la masiva
utilización de iphones y redes sociales alienantes, por no hablar de la
proliferación de centros comerciales estandarizados a la usanza occidental
hiperconsumidora.
No sé, al menos hoy he
probado por primera vez en mi vida la Jackfruit, una fruta que nace
directamente del tronco de su árbol. Y llego yo todo contento al hotel a contar
la experiencia a mi familia y voy y leo en el buscador megamundial algo de esta
fruta y resulta que ya también se ha puesto de moda entre los veganos en
occidente…
¡Ay! Ni la fruta
autóctona respetamos ya. Y no hablemos del comunismo, porque ese, ese sí que ha
terminado por los suelos.
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