Cuando se asomó al acantilado supo que no había marcha atrás.
Sólo disponía de unos segundos antes
de decidir si hacía su revelación o se la llevaba con él a la tumba. Al vértigo
del abismo que tenía ante él se unía la perturbación por su indecisión. Un
segundo, dos, tres… y comenzó a escuchar las sirenas de la policía. Abajo
apenas veía una masa de espuma blanca, la generada por las olas al romper
contra las rocas. A su espalda, mojada por un sudor permanente, vislumbró las
primeras luces de los coches de policía y el polvo del camino generado por los
todo terreno que conducían. Cuatro, cinco… piensa con inteligencia, se dijo.
Seis, siete… y el sonido de las sirenas más y más fuerte. Ocho, nueve… volvió a
mirar al vacío y se preguntó si le daría tiempo a llegar vivo antes de darse el
golpe o bien moriría del miedo por la caída libre. Confesar y asumir las
consecuencias o abandonarse y caer.
¿Merecía morir? ¿Lo merecía
realmente? Quería creer que no, y que podría tener una oportunidad si relataba
lo sucedido con orden y precisión, como cientos de veces lo había ensayado.
Pero los nervios y la adrenalina le impedían pensar con claridad. Los coches de
la policía estaban ya muy cerca, uno en concreto demasiado cerca. No había ya
más tiempo para razonar ni para decidir. Tenía que actuar por instinto, dejar a
su yo interior tomar la iniciativa y no pensar.
Abandonó su raciocinio ante la
inmediatez de los acontecimientos. Se agotaba el tiempo y entonces un foco
descomunal lo deslumbró y recibió un impacto brutal que lo empujó por el
precipicio mientras el coche le seguía en caída libre.
Su último segundo, casi en fundido a
negro. La explosión. La nada.
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