Amaya avanzaba en la cola que se había formado en la
librería para que el autor Pablo Gómez, que presentaba aquella tarde su novela,
firmase el ejemplar que acababa de comprar. Se titulaba La decisión y estaba
basada en hechos reales según había contado él.
Trataba de la vida de una
investigadora dedicada al desarrollo de fármacos para el tratamiento del Ébola,
que había decidido, en un momento determinado de su vida, abandonar España, a
su marido y a sus hijas para instalarse en el Congo, país donde la mortalidad
por el virus alcanzaba niveles altísimos. El autor explicó que, aunque había
ciertas tramas secundarias de ficción, la base de la novela estaba inspirada en
la vida real de la investigadora con la que él mantuvo una relación sentimental
durante cuatro años, bastante tiempo antes de que ella viajase a África, donde
murió varios años después víctima del virus al que dedicó su vida de
investigación.
Amaya había leído la noticia de la publicación de aquella
novela la semana anterior y en el mismo momento estuvo segura de que se trataba
de un calco de la vida de su madre, que murió en el Congo cuando ella tenía
dieciocho años. Por eso su curiosidad pudo más que todo y acudió aquella tarde
a la presentación. Quería mirar a los ojos de aquel autor para saber qué le
había inspirado a escribir sobre la vida de una mujer que podría ser la de su
madre.
Y a medida que avanzaba la presentación y Pablo diseccionaba
los detalles generales de la vida de la protagonista, Amaya supo, con total certeza,
que no se trataba de un calco, sino del caso real de su propia madre. Él dio
datos concretos, situaciones y fechas durante las cuales su madre ya estaba
casada con su padre y sin embargo al mismo tiempo vivía una historia de amor
con Pablo. Así que aquello era lo más cercano a la confesión de una infidelidad
que nadie había sospechado en su familia, al menos ella nunca tuvo ningún
indicio.
Y entonces empezó a hilar las fechas que Pablo había indicado durante
las que duró su romance y las de su propio nacimiento y todo parecía cuadrar de
forma sospechosa. Siempre se había sentido diferente a sus hermanas. No era
nada concreto que pudiese definir, pero había algo en sí misma que la hacía
sentir distinta y quizá ajena a su familia. Ella lo achacaba simplemente a su
carácter, diferente, abierto, y tan distinto al de sus padres, pero creía que
había surgido por generación espontánea. Aunque quizá había otra explicación.
Su intriga, y casi convencimiento, había aumentado tanto que
no podía esperar más.
Avanzó en la fila y allí estaba, a unos pasos de la mesa
donde éste firmaba ejemplares.
Y cuando por fin le tocó a ella, y él la miró a los ojos,
vio un reflejo de sí misma en aquellas pupilas. Supo que había algo de él en sí
misma y sufrió una identificación con alguien que en realidad acababa de
conocer.
Fue a pedirle la dedicatoria, pero él se le adelantó. Le
dijo simplemente.
—Hola hija. ¡Qué ganas tenía de conocerte!
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