Tras mi visita a la exposición de Caixaforum: Andy Warhol - El arte mecánico, quiero compartir el relato que escribí sobre una de sus colaboraciones cinematográficas con Paul Morrissey y Joe D'Alessandro (ambos salen también en mi novela ¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?), titulado:
Trash
El impacto fue descomunal. Un adolescente como yo con
apenas dieciocho años cumplidos y recién aterrizado en la cultura underground quedó epatado por la
experimentación, hiperrealismo y autodestrucción de las películas de Paul
Morrissey.
La primera que miré fue Trash, en la filmoteca
universitaria, ya que semejante engendro jamás habría sido estrenado en un cine
comercial de provincias.
Tres hechos confluyeron en aquel estallido emocional:
El primero, descubrir a un sex symbol atemporal para ambos géneros como es Joe
D’Alessandro y experimentar cómo sus desnudos frontales aparecían de forma
natural en la narración de la película, formando parte de la escena en que
ocurría sin más. Su descubrimiento supuso la apertura de un recoveco de mi personalidad
que hasta ese momento había permanecido encerrado en estado latente.
El segundo, poder disfrutar de la versión original y
ser capaz de captar el contenido y la narración lo suficiente como para
introducirme en ella.
El tercero y, desde luego, más importante, saborear
ambas cosas con mi chica, quien me acompañó a regañadientes a semejante
aventura.
Llevábamos tres meses saliendo de forma irregular.
Estábamos en esa fase en la que la curiosidad por conocer cosas de la otra
persona y por querer gustarle es superior a cualquier inseguridad o miedo.
Alguna que otra cena en restaurantes de dudoso romanticismo, un par de
borracheras cerveceras en el casco viejo que nos habían ayudado a enrollarnos a
saco allí donde el cuerpo nos pedía y un pequeño regalito aquí y allí como
coquetería y pequeño gesto de buena educación.
No se podía decir que estuviéramos ya enamorados, al
menos por mi parte, aunque si me pongo a recordar esa época debo reconocer que
ella aparecía ya en mis pensamientos a lo largo del día más tiempo del que
podía hacerlo cualquier otra amiga.
Comenzaba a sentir ese nosequé que se siente cuando te apetece compartir cualquier pequeña
cosa con la otra persona y, al no estar contigo, dedicas toda tu creatividad a
pensar una forma de quedar con ella lo antes posible contando los segundos con
fruición.
El escenario no era el más glamuroso, ni los
asistentes tampoco. Era cine de autor, minoritario, desconocido para nosotros y
en versión original, así que poblábamos el lugar apenas diez personas.
Sin embargo, o quizás precisamente por ello, las
imágenes impactaron en mi pensamiento de forma brutal. La narración mostraba a
Joe buscándose la vida en las calles de Nueva York, intentando conseguir algo
de pasta para comprar heroína que posteriormente compartía y se inyectaba hasta
quedar extenuado. Sí, los primeros setenta eran todavía la época fatídica de la
heroína y las sobredosis.
Los personajes, masculinos-femeninos y transexuales de
dudosa credibilidad mostraban comportamientos extremos, rozando el perfil de la
locura consciente. Su actuación llegaba a un punto casi inverosímil. Tal
brutalidad en la forma de hablar, maldecir y gesticular se contraponía a la
dulzura y candor del propio Joe en su forma de interpretar que, unidos a su
exacerbada sensualidad te mantenía extasiado con sus contrastes.
Nunca antes el cine convencional había mostrado algo
así. O si lo había hecho inmediatamente había sido reclasificado a los canales
porno.
Yo ya sabía a esa edad que iba a ser un hombre de
gustos no convencionales, que sería amante de lo diverso, lo antitético y que
construiría mi vida circulando por la frontera de la relatividad.
Aquella tarde ardió la chispa que originaría una
posterior avalancha de creatividad y multidisciplinaridad. Paul Morrissey y Joe
D’alessandro me llevaron a Warhol y el transexualismo, a los ambientes sórdidos
del bajo Manhattan, al punk y finalmente al arte abstracto. A ello se unió posteriormente
la música siniestra y la literatura costumbrista. Todo ello barnizado con una fina
capa de educación británica, gusto por las buenas costumbres y la tradición
clásica.
Huelga decir que a mi chica no le gustó la película.
Es más, fui duramente criticado por haberla llevado a ver tal bodrio en inglés.
Aunque fue una primera batalla perdida en mi personal conquista de su corazón,
me ayudó a adaptar mis tácticas a su personalidad.
Debo reconocer, cuando ahora vuelvo a mirar la
película y la anterior (Flesh) y posterior (Heat) de la trilogía que Warhol
produjo a Paul Morrissey que es, de cierto punto, infumable. Al menos narrativa
y contextualmente hablando. Pero verla a finales de los ochenta supuso un
revulsivo, una chispa generadora de una llama expansiva que abrió mi mente, mi
creatividad y mi forma de entender la vida gracias al pensamiento relativo.
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