La sinfonía para piano fluía desde el interior de su alma de
forma natural, como una esencia más que su organismo destilase. La armonía de
aquella pieza alcanzaba el paroxismo con la ejecución ejemplar del pianista en
escena. Movimientos de cabeza sincopados, extrayendo del compás que
interpretaban emociones profundas. El
demoledor silencio de la platea, pulcro, estilizado, ensalzaba la
interpretación de aquel virtuoso joven de apenas quince años. Las notas devenían en locura conceptual al
sucederse series de semicorcheas y fusas descendentes que terminaban en una
lúgubre melodía de apocalipsis final. Tras los aplausos, la audiencia en pie
por completo, el telón negándose a cerrar.
Jacobo sintió cómo su turbación vencía a su entrenada
contención escénica desbordando sus emociones. Bajó la mirada, al secarse las
lágrimas, y fue entonces cuando afrontó la terrible realidad. Aquel gesto
acercó a sus ojos lo que había quedado tras el accidente, dos muñones
irregulares sin dedos, todavía vendados dada la cercanía del mismo. Decidió que lo real se hiciera irreal y que
lo recordado se tornase presente y siguió viviendo aquel concierto memorable en
el que alcanzó el éxtasis por primera vez.
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