Y este año, en 2022, inmersos en un mundo lleno de tragedias,
invasiones, pandemias y demás inflaciones vitales, decidí vestirme de nuevo de
cofrade. Como si el tiempo no hubiese pasado, como si mis dudas y mis
reflexiones siguiesen en mi cabeza, intactas.
La noche de Viernes Santo siempre fue silenciosa en
Belchite. Los participantes, centenares, respetan ese silencio ubicuo que ayuda
a la introspección, a la búsqueda del Dios en el que creen tantos creyentes y
que, sin embargo, yo nunca encuentro. Una hora y media larga procesionando en
silencio, con mi hermana siguiéndome, vestida igual que yo, como cuando lo
hacíamos de jóvenes. Faltaba nuestro padre, ahora en su reducto de memoria
efímera, y de articulaciones artrósicas que, estoy seguro, nos acompañó en
espíritu. Siempre me he preguntado por qué la Cofradía del Rosario tiene tantos
componentes. Es, como decía antes, la más numerosa. La más vital, quizá.
Difícil de saber.
Lo que sí resultó estimulante fue comprobar que la fe de un
pueblo, o quizá, simplemente la tradición cultural teñida de esa fe, sigue tan
viva como siempre. Más quizá después de dos años pandémicos encerrados en
nuestras casas. Y que la tradición se mantiene y perdura en las nuevas
generaciones. Que no es algo baladí ni anticuado. Que respira vida, respira
silencio, respira una búsqueda de la fé impertérrita y tal vez fructífera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Aguardo tus comentarios: