viernes, 28 de febrero de 2020

Trash - Paul Morrissey


El impacto fue descomunal. Un adolescente como yo con apenas dieciocho años cumplidos y recién aterrizado en la cultura underground quedó epatado por la experimentación, hiperrealismo y autodestrucción de las películas de Paul Morrissey.

La primera que miré fue Trash, en la filmoteca universitaria, ya que semejante engendro jamás habría sido estrenado en un cine comercial de provincias.
Tres hechos confluyeron en aquel estallido emocional: El primero, descubrir a un sex symbol atemporal para ambos géneros como es Joe D’Alessandro y experimentar cómo sus desnudos frontales aparecían de forma natural en la narración de la película, formando parte de la escena en que ocurría sin más. Su descubrimiento supuso la apertura de un recoveco de mi personalidad que hasta ese momento había permanecido encerrado en estado latente.

El segundo, poder disfrutar de la versión original y ser capaz de captar el contenido y la narración lo suficiente como para introducirme en ella.

El tercero y, desde luego, más importante, saborear ambas cosas con mi chica, quien me acompañó a regañadientes a semejante aventura.

Llevábamos tres meses saliendo de forma irregular. Estábamos en esa fase en la que la curiosidad por conocer cosas de la otra persona y por querer gustarle es superior a cualquier inseguridad o miedo. Alguna que otra cena en restaurantes de dudoso romanticismo, un par de borracheras cerveceras en el casco viejo que nos habían ayudado a enrollarnos a saco allí donde el cuerpo nos pedía y un pequeño regalito aquí y allí como coquetería y pequeño gesto de buena educación.
No se podía decir que estuviéramos ya enamorados, al menos por mi parte, aunque si me pongo a recordar esa época debo reconocer que ella aparecía ya en mis pensamientos a lo largo del día más tiempo del que podía hacerlo cualquier otra amiga.

Comenzaba a sentir ese nosequé que se siente cuando te apetece compartir cualquier pequeña cosa con la otra persona y, al no estar contigo, dedicas toda tu creatividad a pensar una forma de quedar con ella lo antes posible contando los segundos con fruición.

El escenario no era el más glamuroso, ni los asistentes tampoco. Era cine de autor, minoritario, desconocido para nosotros y en versión original, así que poblábamos el lugar apenas diez personas.
Sin embargo, o quizás precisamente por ello, las imágenes impactaron en mi pensamiento de forma brutal. La narración mostraba a Joe buscándose la vida en las calles de Nueva York, intentando conseguir algo de pasta para comprar heroína que posteriormente compartía y se inyectaba hasta quedar extenuado. Sí, los primeros setenta eran todavía la época fatídica de la heroína y las sobredosis.

Los personajes, masculinos-femeninos y transexuales de dudosa credibilidad mostraban comportamientos extremos, rozando el perfil de la locura consciente. Su actuación llegaba a un punto casi inverosímil. Tal brutalidad en la forma de hablar, maldecir y gesticular se contraponía a la dulzura y candor del propio Joe en su forma de interpretar que, unidos a su exacerbada sensualidad te mantenía extasiado con sus contrastes.

Nunca antes el cine convencional había mostrado algo así. O si lo había hecho inmediatamente había sido reclasificado a los canales porno.
Yo ya sabía a esa edad que iba a ser un hombre de gustos no convencionales, que sería amante de lo diverso, lo antitético y que construiría mi vida circulando por la frontera de la relatividad.
Aquella tarde ardió la chispa que originaría una posterior avalancha de creatividad y multidisciplinaridad. Paul Morrissey y Joe D’alessandro me llevaron a Warhol y el transexualismo, a los ambientes sórdidos del bajo Manhattan, al punk y finalmente al arte abstracto. A ello se unió posteriormente la música siniestra y la literatura costumbrista. Todo ello barnizado con una fina capa de educación británica, gusto por las buenas costumbres y la tradición clásica.

Huelga decir que a mi chica no le gustó la película. Es más, fui duramente criticado por haberla llevado a ver tal bodrio en inglés. Aunque fue una primera batalla perdida en mi personal conquista de su corazón, me ayudó a adaptar mis tácticas a su personalidad.

Debo reconocer, cuando ahora vuelvo a mirar la película y la anterior (Flesh) y posterior (Heat) de la trilogía que Warhol produjo a Paul Morrissey que es, de cierto punto, infumable. Al menos narrativa y contextualmente hablando. Pero verla a finales de los ochenta supuso un revulsivo, una chispa generadora de una llama expansiva que abrió mi mente, mi creatividad y mi forma de entender la vida gracias al pensamiento relativo.

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