El impacto
fue descomunal. Un adolescente como yo con apenas dieciocho años cumplidos y
recién aterrizado en la cultura underground
quedó epatado por la experimentación, hiperrealismo y autodestrucción de las
películas de Paul Morrissey.
La primera
que miré fue Trash, en la filmoteca universitaria, ya que semejante engendro
jamás habría sido estrenado en un cine comercial de provincias.
Tres
hechos confluyeron en aquel estallido emocional: El primero, descubrir a un sex
symbol atemporal para ambos géneros como es Joe D’Alessandro y experimentar
cómo sus desnudos frontales aparecían de forma natural en la narración de la
película, formando parte de la escena en que ocurría sin más. Su descubrimiento
supuso la apertura de un recoveco de mi personalidad que hasta ese momento
había permanecido encerrado en estado latente.
El
segundo, poder disfrutar de la versión original y ser capaz de captar el
contenido y la narración lo suficiente como para introducirme en ella.
El tercero
y, desde luego, más importante, saborear ambas cosas con mi chica, quien me
acompañó a regañadientes a semejante aventura.
Llevábamos
tres meses saliendo de forma irregular. Estábamos en esa fase en la que la
curiosidad por conocer cosas de la otra persona y por querer gustarle es
superior a cualquier inseguridad o miedo. Alguna que otra cena en restaurantes
de dudoso romanticismo, un par de borracheras cerveceras en el casco viejo que
nos habían ayudado a enrollarnos a saco allí donde el cuerpo nos pedía y un
pequeño regalito aquí y allí como coquetería y pequeño gesto de buena
educación.
No se
podía decir que estuviéramos ya enamorados, al menos por mi parte, aunque si me
pongo a recordar esa época debo reconocer que ella aparecía ya en mis
pensamientos a lo largo del día más tiempo del que podía hacerlo cualquier otra
amiga.
Comenzaba
a sentir ese nosequé que se siente
cuando te apetece compartir cualquier pequeña cosa con la otra persona y, al no
estar contigo, dedicas toda tu creatividad a pensar una forma de quedar con
ella lo antes posible contando los segundos con fruición.
El
escenario no era el más glamuroso, ni los asistentes tampoco. Era cine de
autor, minoritario, desconocido para nosotros y en versión original, así que
poblábamos el lugar apenas diez personas.
Sin
embargo, o quizás precisamente por ello, las imágenes impactaron en mi
pensamiento de forma brutal. La narración mostraba a Joe buscándose la vida en
las calles de Nueva York, intentando conseguir algo de pasta para comprar
heroína que posteriormente compartía y se inyectaba hasta quedar extenuado. Sí,
los primeros setenta eran todavía la época fatídica de la heroína y las
sobredosis.
Los
personajes, masculinos-femeninos y transexuales de dudosa credibilidad
mostraban comportamientos extremos, rozando el perfil de la locura consciente.
Su actuación llegaba a un punto casi inverosímil. Tal brutalidad en la forma de
hablar, maldecir y gesticular se contraponía a la dulzura y candor del propio
Joe en su forma de interpretar que, unidos a su exacerbada sensualidad te mantenía
extasiado con sus contrastes.
Nunca
antes el cine convencional había mostrado algo así. O si lo había hecho
inmediatamente había sido reclasificado a los canales porno.
Yo ya
sabía a esa edad que iba a ser un hombre de gustos no convencionales, que sería
amante de lo diverso, lo antitético y que construiría mi vida circulando por la
frontera de la relatividad.
Aquella
tarde ardió la chispa que originaría una posterior avalancha de creatividad y
multidisciplinaridad. Paul Morrissey y Joe D’alessandro me llevaron a Warhol y
el transexualismo, a los ambientes sórdidos del bajo Manhattan, al punk y finalmente
al arte abstracto. A ello se unió posteriormente la música siniestra y la
literatura costumbrista. Todo ello barnizado con una fina capa de educación
británica, gusto por las buenas costumbres y la tradición clásica.
Huelga
decir que a mi chica no le gustó la película. Es más, fui duramente criticado
por haberla llevado a ver tal bodrio en inglés. Aunque fue una primera batalla
perdida en mi personal conquista de su corazón, me ayudó a adaptar mis tácticas
a su personalidad.
Debo reconocer,
cuando ahora vuelvo a mirar la película y la anterior (Flesh) y posterior
(Heat) de la trilogía que Warhol produjo a Paul Morrissey que es, de cierto
punto, infumable. Al menos narrativa y contextualmente hablando. Pero verla a
finales de los ochenta supuso un revulsivo, una chispa generadora de una llama
expansiva que abrió mi mente, mi creatividad y mi forma de entender la vida
gracias al pensamiento relativo.
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