Llevo un tiempo reflexionando sobre cómo las despedidas
marcan el rumbo de nuestra vida siendo factores externos que, en ocasiones no
dependen de nosotros, aunque en otras sí. La reflexión me vino a la mente hace
unos meses cuando estaba en la cola para facturar el equipaje en un viaje de
vuelta de Mashhad (Irán). Decenas de personas engrosaban una fila que luego en
realidad era muy pequeña, pues la mayoría eran familiares que iban a despedir al
familiar que se iba de Irán. Por la intensidad de los llantos y la efusividad
de los abrazos me puse a imaginar que quizá se trataba de un viaje sin retorno
para algunos de ellos. Padres que ven decir adiós a sus hijos, quizá buscando
una vida mejor. Parejas que se separan en busca de un trabajo, y amigos que no
saben cuándo se volverán a ver. Me resultó un momento tan empático que cuando
me quise dar cuenta algunas lágrimas corrían por mis mejillas.
Cuando me pude
reponer de aquel momento de tristeza, di gracias por pertenecer a lo que entendemos
como mundo occidental, por no tener que emigrar para buscar una vida mejor, por
saber que por muchas idas que yo haga, siempre habrá tantos retornos a casa,
donde mi familia me estará esperando. Que la relación con ellos será real, será
de piel y no de virtualidad ni videoconferencia.
Debe ser muy duro emprender un
viaje que sabes que te llevará a un nuevo destino, quizá desconocido, probablemente
mejor, pero del que intuyes será difícil retornar. Y todo aquello que dejas
atrás, quedará únicamente en tu recuerdo. Un cambio que determinará el devenir
de muchas vidas, de aquellos que toman el camino de ida, pero también de los
que se quedan, pues sus vidas también se verán irremediablemente afectadas por
la ausencia de quien se marcha.
Y recordando mi infancia, me doy cuenta de
cuánto me ha pasado a mí ,que soy un ser de muchas y de ninguna parte: Amigos
del colegio que se fueron de Belchite a la capital (tan cercana ahora) para
nunca volver cuando era niño, algo que para un tímido recalcitrante como era yo
supuso un pequeño colapso, amistades efímeras de verano de aquellos que venían
de veraneo y cuya relación con nosotros duraba lo que duraban las vacaciones,
sabiendo que quizá no retornarían el año siguiente. Luego la vida va cambiando,
te mueves tú a un colegio en otro sitio, tu relación con tus amigos de siempre
cambia porque ya no los ves a diario… luego comienzas en la Universidad sin
conocer a nadie y haces nuevas amistades que, cuando te vas a buscar la vida,
al finalizar, también quedan en cierto modo atrás, y esas despedidas van
dejando un reguero de ausencias y presencias que van determinando tu devenir y
tu vida. Si echo la vista atrás, siento cierta nostalgia, de los momentos
felices vividos, de las amistades disfrutadas, del amor recibido y entregado, y
de muchos momentos que sé que nunca volverán a darse porque forman parte de lo
efímero de la vida en cada momento.
Y esa nostalgia (que también podría llamar melancolía) siempre
me ha llevado a cambios positivos. En algunos recuerdo perfectamente el momento
de la toma de decisión y el instante en que me dije a mí mismo: esta decisión
va a cambiar tu vida ¿Seguro que la quieres llevar a cabo? Y luego me contesté
que sí. Y así fue, a mejor.
Y heme aquí que he escrito esta reflexión viendo una serie de
Netflix que me tiene enganchado: Merlí, en el capítulo en que Bruno decide irse
a Roma. Una serie en la que la filosofía es el centro en torno al cual gira
toda la trama. Algo digno de admiración.
¿Cuál será mi próxima despedida, si es que la hay? ¿Adónde
me conducirá? Intuyo que la siguiente será la despedida de mis hijos cuando se
independicen, momento que sí, definitivamente, cambiará también mi vida.
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