Dicen que en
el ADN llevamos la huella de nuestras raíces, la información genética básica
que determinará nuestro devenir en la vida y que, inexorablemente, de algún
modo, está unido al lugar de donde es uno. Pero yo me encuentro muchas veces en
tierra de nadie, ese lugar inconcreto que va creciendo como consecuencia de los
innumerables viajes que mi trabajo me lleva a realizar. Nunca he vivido más de
doce años en un sitio siempre he cambiado mi lugar de residencia y aun teniendo
uno más o menos estable, he estado yendo y viniendo por medio mundo. Ello
condena a perder amistades y obliga a realizar nuevas y muchas veces a sentir
que no perteneces a ningún lugar, que no estás integrado en ningún grupo
concreto. O más bien que perteneces un poco a todos pero de forma tangencial,
lo que te hace ser un poco menos tú.
El paso del
tiempo acrecienta o polariza ese sentimiento. Conforme voy cumpliendo años me
doy cuenta de que esas “tierras de nadie” son, en realidad, mi tierra. Es
decir, soy un poco de Bangladesh, un mucho de Iran, bastante de Egipto y
Turquía, y tengo matices de Rusia, Vietnam, Marruecos o Portugal. Me gustaría
tener una fuerte esencia inglesa, y algo hay en mi carácter. Y por supuesto,
mucho de España: de Cataluña, de Castellón y de mi Aragón querido.
Y es que
cada año que pasa voy sintiendo más y más esa llamada de mi ADN maño. Es
silenciosa pero constante. También creciente. Mi paso por el Pilar 2018 ha sido
un episodio más de esta rampa imparable de amor por Aragón. Y es que debe haber
algo en la sangre, en el subconsciente personal, que quizá estaba adormecido,
cuando no aletargado. Y que poco a poco se va desperezando y va llamándome. Me
invita a regresar mucho más a menudo a mi pueblo, Belchite, donde disfruto más
que nunca cada visita. A retornar a Zaragoza, donde pasé mis mejores años de
juventud, los universitarios, en los que me enamoré y durante los que viví en
plena libertad. Y regresan experiencias de infancia, de cuando tocaba la
guitarra en un grupo de cuerda, o cuando me examinaba en el conservatorio de
Zaragoza. Pero por encima de todos esos recuerdos, está siempre la música. La
música que asocio a mi infancia, esa en la que descubres lo mejor porque no hay
dependencias ni hipocresía. Y ahí florece la jota. Es la música que apenas unos
segundos de escucha me ponen la carne de gallina, la que me hace llorar de la
emoción por el mero placer de escucharla. Y es un espectáculo completo, ver
bailar la jota, escuchar los joteros cantarla con pasión, con brío y con
elegancia.
Este Pilar
tuve la fortuna de ver a Nobleza Baturra
en la plaza del Pilar que tuvo como broche de oro la interpretación de Gigantes
y Cabezudos y debo decir que después de más de 40 años escuchándola, la
piel se me sigue erizando, las lágrimas asoman sin poder detenerlas y todo mi
cuerpo vibra.
Y digo yo
que eso será el ADN aragonés, o una buena parte de él. Eso que nos identifica
con esta tierra noble y serena, La Jota: La
jota aragonesa.
¡Viva la
jota!
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