miércoles, 8 de marzo de 2017

TODOTERRENO



Reconozco que me ocurre cada día: me levanto con una sonrisa y espíritu positivo. He descansado y estoy feliz. Si además la noche anterior he podido llegar al orgasmo en uno de los pocos días que tengo la fortuna de tener sexo contigo, me siento una persona optimista, lista para comenzar el día.
Tras hacer los cuatro desayunos de la casa, recoger las habitaciones, organizar las mochilas de los niños y tu almuerzo, aun me permito el capricho de sentarme en el taburete de la cocina para tomarme, en apenas dos sorbos, el café con sabor avellana que ni te has dignado a prepararme.
Antes de cerrar la puerta siempre compruebo que mi imagen sea impoluta. Ese último retoque en el espejo del recibidor no falta nunca.
Llevar a los niños al colegio por la Ronda Litoral es una tortura. Aunque les alecciono para ir en silencio, terminan indefectiblemente riñendo cada día. Cuando descargo en la puerta del colegio bilingüe, que me obliga a trabajar horas extras para poder financiarlo, pienso que quizá hoy no tenga que repetir el suplicio de recorrer media Barcelona para recogerlos porque vas a ir tú.
Al llegar a la oficina, mi jefe está que trina. He llegado cinco minutos tarde, y eso que me he levantado a las seis de la mañana. Le contesto con la sonrisa y el optimismo que todavía, a pesar de todo, me queda.
El trabajo es rutinario. Sin aliciente, pero bien remunerado. Si resulta interesante, estresa y aumenta la carga de responsabilidades diarias pero a pesar de ello, disfruto.
Empleo los cuarenta y cinco minutos de la comida para recoger tu traje de la tintorería del centro comercial, donde aprovecho para comprar detergente y pasta de dientes para los niños, pues la de adultos les pica.
Regreso con diez minutos de adelanto al despacho, suficiente para zamparme el sándwich vegetal que me preparé ayer por la noche cuando todos estabais dormidos y yo terminaba de recoger la casa y dejar precocinada tu comida de hoy.
Salgo a las seis y literalmente corro para llegar a la peluquería y adecentarme un poco para la presentación que tenemos mañana en el Hotel Reina Sofía. Mientras estoy pagando, recibo un mensaje del colegio: los niños siguen esperando que alguien los vaya a recoger, así que me lanzo a la vorágine de la Litoral y conduzco alocadamente. Los dos están de morros, claro, llevan una hora esperando.
Ya de vuelta en casa, sin poder cambiarme, baño al peque y le pido hasta cinco veces al mayor que se bañe él a la par que preparo la cena y me pregunto dónde diantre estás.
Llegas pasadas las nueve con ganas de cenar y contarme que la entrevista de hoy no crees que haya ido muy bien. Aún me queda energía para animarte. Te entrego ese último resto de mi batería vital para que no te vengas abajo, cuando todavía tengo que terminar el texto de la presentación que mi jefe hará mañana, imprimirla, ensayar los tiempos que durará, prepararme el traje que llevaré, los almuerzos de todos y pensar en la comida y cena de mañana, pues tras la presentación tenemos organizada cena en el mismo hotel.
¡Caramba! Es la una y media de la madrugada y aún no he podido ni tomarme el café con aroma de avellana recalentado que preparé por la mañana y que consigue alejarme del stress diario.

Así que me permito tirarme en el sofá y, sin darme cuenta, el sueño me atrapa instantáneamente. Mi sueño vuelve a ser el mismo: veo a mi pareja con trabajo y compartiendo las tareas de la casa a las que solo yo presto atención. 

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