Damasco me abraza una mañana en esta foto de 2003. En este viaje, como en otros tantos hechos a Siria durante años, yo conducía un coche de alquiler por las calles y alrededores de Damasco, salía por la noche después de cenar a tomar un té en una de las terrazas de las cafeterías de alrededor del hotel. Podía ir a comprar tranquilamente al bazar o entrar a meditar en la gran mezquita Omeya, pasear por el barrio antiguo, cenar en el restaurante Old Town, en el corazón del barrio cristiano y disfrutar de la hospitalidad de los sirios que es inigualable. Imbuirme del ambiente de Yarmouk Camp, con mi gran amigo Abdul Karim AbedulKarim Khalili y Fadia Daka y de las suculentas cenas que Fadia preparaba y me ofrecía amable. Yarmouk Camp estaba lleno de vida, una vida de palestinos, de comerciantes, de niños corriendo y jugando en la calle y de hermanamiento sin límite. Y yo, siendo cristiano, extranjero y sin apenas hablar árabe, me sentía como en casa cuando los visitaba.
¿Qué nos queda de aquella maravilla? ¿Cuántos años deberán pasar para recuperar todo lo perdido? ¿Qué o quienes han motivado la brutal destrucción de un país con tanta historia como Siria, cuna de civilizaciones y religiones? Sueño con que un día pueda volver, aunque sea muy mayor, y que cuando ello ocurra la paz haya llegado a una de las ciudades de oriente medio con más magia y encanto que jamás he visitado y pueda volver a sentir la misma paz y el mismo sentido de hogar que tuve tantas veces en mis viajes a Damasco.
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