William corría muerto de
miedo. El sudor le empañaba las gafas y dificultaba más su huida. Esa misma
tarde había recibido la última amenaza de muerte y decidió escapar.
Cuatro años atrás
descubrió que el grafeno se podía utilizar como agente anticancerígeno. Los
ensayos clínicos con voluntarios humanos daban resultados rotundos. Su
comercialización acabaría con miles de fármacos para la quimioterapia que la
industria farmacéutica vendía a precios astronómicos.
Cogió lo fundamental de
la futura patente y corrió al aparcamiento. El asesino lo esperaba. Sus
instrucciones eran precisas: Sin errores.
Cuando William se acercó
a su coche, sonó el disparo.
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