Tenía yo 17 años y comenzaba a trompicones COU. Había conseguido pasar de curso por los pelos gracias a que el chantaje emocional de mis padres hacia el profesor de literatura dio su fruto y sucumbió a la presión.
La asignatura de literatura fue el escollo que no pude
solventar durante los largos dos meses y medio de verano que me tiré
malestudiando medioencerrado en mi habitación bajo la amenaza de sacarme del
colegio en el que llevaba toda mi vida adolescente y meterme de lleno a trabajar
en el campo con mi padre si no conseguía recuperar las seis asignaturas que me
habían caído.
Aunque la perspectiva de pasar semanas de calor infinito
rodeado de libros en una habitación de tres por cuatro metros me parecía
horrorosa, todavía era peor imaginarme pasándolas bajo el sol abrasador podando
vides, arrancando capitanas de campos infinitos o retirando piedras a un
remolque para que la cosechadora no recibiese golpes.
Así que me entregué al tedio de las páginas y volúmenes de
mis libros de filosofía, francés, geografía, historia y latín. Eso sí, con la
literatura no pude. Fue superior a mí. Pero, aún con todo, mis padres
presionaron y el hermano Eladio, que es como se llamaba el profesor de
literatura, aceptó aprobarme con un cinco raspado en septiembre.
COU era otra cosa: era más libertad. porque en el tiempo de
recreo salíamos a la calle; era jornada continua, dejándonos las tardes para
nuestra vida; era la cercanía con la mayoría de edad, la proximidad de la
universidad, las chicas, el alcohol, algún que otro porrete y por supuesto, mis
primeras vacaciones sin padres. Es lo que me habían prometido: si aprobaba COU
podría irme con mis colegas una semana a Ibiza. Era un buen aliciente, la
verdad, así que me comí mi propia dejadez y me bauticé en la rutina del estudio
y la constancia, pero aun así no pude hacerlo desde un punto de vista formal.
Sí, conseguiría aprobar, en algunas asignaturas incluso
destacar, pero yo iba a mi rollo, con el pelo cardado, la camisa por fuera y
las tachuelas e imperdibles colgados de ella.
Recuerdo que había un fraile, el que nos daba geografía, que
siempre me interpelaba, casi a gritos, diciéndome:
—Pérez Benedicto, pero ¿cómo puedes sacar tan buenas notas
con esos pelos de punta?
Y yo, dentro de mí, le metía un petardo entre las piernas y
le pegaba fuego al capullo. Me descojonaba viendo cómo se quemaba y pedía
clemencia mientras yo le respondía:
—¡Ahora sí que se te van a poner a ti los pelos de punta,
cabrón!
Y así terminé COU, aprobé, me fui a Ibiza, me enrollé con un
par de tías de buen ver y, con todo mi odio hacia la literatura por la mala
vida que me había hecho pasar, terminé dedicándome al periodismo y comencé a
escribir novelas, oficio del que vivo en la actualidad.
¡Anda que si me viera hoy en día el hermano Eladio! ¿Qué me
diría?
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